No es 2018, fue 2015. Ese es el año que realmente pesa sobre los problemas de la inmigración en la Unión Europea. En 2015 más de un millón y medio de personas llegaron ilegalmente como migrantes económicos o refugiados a las costas de Grecia, Italia y España. Fue un hecho sin precedentes causado por una conjunción de circunstancias: una fase aguda en la guerra de Siria, una decisión consciente de Turquía de provocar un debate con la UE sobre la responsabilidad en el asunto, el descubrimiento de una «ruta factible» por parte de los propios migrantes y las mafias, el efecto llamada provocado por la decisión de Alemania de romper unilateralmente las normas de la Unión expresadas en las llamadas regulaciones de Dublín...
Un fenómeno que es natural e imparable, el de la emigración en masa de los países pobres a los países ricos, se convirtió entonces en el eje del debate moral en la UE. Y como todo debate moral en la UE se transforma antes o después en un debate existencial, la inmigración se ha convertido en un nuevo «ser o no ser» de la Unión misma. De este modo sustituye a las políticas de austeridad y en gran parte al debate sobre el euro. No tendría por qué ser así, porque este año han entrado hasta ahora en Europa menos de 60.000 inmigrantes ilegales, una cifra manejable. Pero es así: vivimos las réplicas del terremoto de 2015 y 2016.
Por eso, la cumbre de Bruselas sobre inmigración, a pesar de su nombre, no estaba pensada para remediar ese problema, por otra parte, irresoluble, sino para remendar una Europa que se deshilachaba rápidamente a consecuencia de él. La primera conclusión es que se ha demostrado que en Europa aún hay clases. Bruselas pudo permitirse en su día humillar a los helenos cuando estos intentaron amenazar con la ruptura. Pero el veto de Italia, país fundador de la Unión y pilar del euro, ha funcionado. Por eso el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, estaba ayer tan contento. No es que «Italia ya no está sola», como dijo, sino que ha demostrado que tiene más fuerza de lo que parece. Conte se lleva a casa dos importantes concesiones: la exigencia de acometer un mayor control de los barcos de las oenegés que recogen migrantes frente a las costas norteafricanas y el reconocimiento expreso de que los desplazados que desembarcan en Italia llegan en realidad a la Unión Europea.
La creación de centros de acogida en territorio europeo es una concesión a España y Francia (aunque hay que resaltar que Macron se desentiende de emplazarlos en su territorio), porque la alternativa era crearlos en la propia África, como preferían los países más duros. Italia, aun así, también ha conseguido que esta idea siga en estudio, pero todo el mundo sabe que es muy difícil logística y políticamente (en Australia, que los utiliza, estos centros son extremadamente polémicos). Por su parte, Alemania ha logrado que se incluyan medidas contra el «movimiento secundario» desde los países de llegada, que es lo que le exigían a Merkel dentro de su coalición, mientras que los países del Este logran que no se hable de cuotas obligatorias de acogida.
El objetivo, mantener a flote el bote de la Unión Europea, se ha conseguido. El problema en sí queda sin resolver.