En una sociedad civilizada todo es política, porque eso es lo que nos diferencia de la ley de la selva. Pero algunos confunden ese concepto con la sinrazón de que cualquier problema deba abordarse desde una perspectiva partidista de derecha o izquierda. Semejante forma cafre de entender la vida da lugar a fenómenos curiosos, como el de que, ante determinados conflictos, lo primero que hacen algunos es preguntar qué posición defiende la derecha o la izquierda para tomar partido, aunque no entiendan nada.
Nos encontramos ahora, por ejemplo, en el complejo conflicto entre el sector del taxi y los llamados vehículos de transporte con conductor (VTC). Hace no mucho, lo progre y lo alternativo era coger un Uber o un Cabify, viajar en low cost y alojarse en viviendas de plataformas como Airbnb, lo que permitía desplazarse y alojarse más barato sin pasar por el aro de multinacionales hoteleras, de aerolíneas carísimas o de taxistas a los que el tópico izquierdoso tachaba de monopolio de fachas y aprovechados. Pero un día, el populismo decidió que era al revés. Los taxistas eran los buenos, frente a los conductores de VTC que, aunque probablemente no lleguen a mileuristas, eran colaboradores de «buitres financieros». Y alojarse en una vivienda alquilada por Internet o viajar en compañías low cost era financiar a los tiburones de Wall Street. Y entonces la cosa ya se lió. ¿Coger un taxi es de derechas y un Cabify es de izquierdas o es al revés?, se pregunta todavía algún despistado.
Pero este no es un asunto ideológico, sino un problema de enrevesada solución jurídica, porque el Gobierno de Zapatero eliminó cualquier límite para licencias VTC, lo que hizo que estas proliferaran. Pero luego, el Tribunal Supremo avaló el límite de concesiones a una por cada 30 taxis. Y ahora, los taxistas quieren que esa proporción se aplique con carácter retroactivo y se retiren licencias ya concedidas, lo cual parece difícil. La decisión de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, de aprobar por su cuenta un reglamento que imponía limitaciones a los VTC exigiendo una segunda licencia municipal sin tener competencias para ello, y que ha sido suspendido por la justicia, solo ha servido para aumentar el conflicto, porque ahora los taxistas exigen aplicar en toda España ese reglamento anulado.
Para ganar adeptos a su causa, los taxistas deberían empezar por condenar a sus elementos más violentos que atacan con piedras y palos a conductores de VTC. En todo caso, ni el taxi ni ningún otro sector puede convertir el legítimo derecho a la huelga en el bloqueo de una ciudad. La obligación del Gobierno es impedirlo, imponiendo el orden y la seguridad en las calles. Y regular luego de manera clara, incluyendo la fiscalidad y la calidad del servicio exigible, el taxi y el VTC. Dos modelos de negocio condenados a coexistir y cuya relación no puede resolverse a base de palos. Transferir a las comunidades la competencia de otorgar las licencias, como plantea el Gobierno, es solo una forma de escapar del problema que demuestra su debilidad.