En un discurso pronunciado, en el 2009, ante el embajador de México, el papa Benedicto XVI expresaba su alegría por la iniciativa de ese país de abolir, cuatro años antes, la pena capital: «Nunca se insistirá bastante en que el derecho a la vida debe ser reconocido en toda su amplitud» y, añadía el pontífice, citando a Juan Pablo II, que en el reconocimiento del derecho a la vida «se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política».
La iniciativa del papa Francisco de reformular la enseñanza sobre la pena de muerte, modificando la redacción del número 2.267 del Catecismo de la Iglesia Católica, se inserta en este contexto de un progresivo «afinamiento» al respecto de las posiciones morales de la Iglesia. No se trata de negar la doctrina anterior, sino de perfeccionarla, de aquilatarla, de hacerla más conforme con las exigencias del Evangelio y con el respeto a la dignidad de la persona. La ley que proscribe el homicidio voluntario de un inocente posee una validez universal; es decir, obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes: «No quites la vida del inocente y justo» (Éxodo 23,7).
Cuando hablamos de la pena de muerte no nos encontramos ante una prohibición similar. Como expresa el Catecismo en la versión renovada del número 2.267: «Durante mucho tiempo, el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerada una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común».
Durante mucho tiempo se admitió sí; pero hoy ya no. El adverbio es muy importante. Han cambiado las premisas que permitían deducir una conclusión no absolutamente contraria a la aplicación de la pena de muerte. La legítima defensa de las personas y de las sociedades es compatible con no privar al reo de la posibilidad de redimirse.
«Por tanto, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo» (Catecismo, número 2.267).
En la Carta a los Obispos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que explica esta nueva redacción del Catecismo, el cardenal jesuita Luis Francisco Ladaria Ferrer insiste en que esta versión no constituye un cambio radical, sino un «desarrollo coherente» de la doctrina, en continuidad con el magisterio anterior.
El compromiso de la Iglesia a favor del respeto de la vida humana es muy amplio: abarca desde la concepción hasta la muerte natural. La apuesta por la abolición de la pena de muerte ayudará, sin duda, a que este compromiso sea mejor comprendido por todos y más eficazmente secundado.