John McCain fue todo lo que jamás podrá ser Donald Trump. Héroe de guerra, político conservador, independiente, temperamental y enemigo de la posverdad, tuvo una larga carrera con luces y sombras (la más oscura, llevar a Sarah Palin de número dos en su carrera por la Casa Blanca). Su muerte fue lamentada en todo el mundo. Para la posteridad nos deja una gran escena.
En un acto del 2008, se le acercó una mujer que decía que Obama era «árabe». Él cogió el micrófono y corrigió la mentira, elogiando la decencia de su rival y recalcando, a la vez, que solo los separaban profundas discrepancias políticas.
Ese gesto admirable fue una gran lección del llanero solitario: se puede luchar por el poder, pero no a cualquier precio. Con su muerte, el mundo pierde a un representante de una era política civilizada.
McCain no pudo impedir que Donald Trump llegara a la Casa Blanca, pero sí evitó que pudiera derogar -en otro momento memorable- la reforma sanitaria de Obama.
Y se fue con otra pequeña victoria ante el campeón de las mentiras: logró que no asistiera a su funeral.