Todo el actual crecimiento económico, tanto en el conjunto de España como de Galicia, depende en exclusiva de la demanda interna. En el segundo trimestre se ha esfumado la ligera aportación positiva del motor externo al crecimiento y esta ha vuelto a ser negativa. Porque las importaciones están creciendo a mayor ritmo que lo que crecen las exportaciones. Todas, incluido el turismo y los servicios. Que esto sea así pone en evidencia nuestra irresponsable e intensa dependencia de unos mercados energéticos que se han vuelto, una vez más, adversos. Y quizás también que el negocio turístico está acusando una saturación por colapso low cost. Y, sin duda, a que parte del consumo de los residentes, singularmente de los que gozan de mayor nivel de renta, se nutre de importaciones.
Todo depende ya de la demanda interna, y en este caso hay una cara y una cruz. La cara es que la inversión de las empresas sigue siendo muy intensa. Algo que encaja a la perfección con unos rendimientos crecientes de las rentas no salariales y una fiscalidad de sociedades con grandes gorrones que desgravan por ello.
La cruz es que el consumo de los hogares se va paulatinamente desinflando en un país en el que el empleo y las rentas salariales arrastran una prolongada devaluación. El consumo y la inversión pública prolongan su larga fase austera, mientras no se atisba en el horizonte una reforma fiscal que nos haga converger con Europa. Y con riesgos latentes, si despierta la prima de riesgo, derivados de un endeudamiento acumulado en máximos históricos.
Todo esto sucede, en paralelo y de forma muy acoplada, en el conjunto de España y Galicia. Solo hay una excepción: en el empleo. Mientras en el conjunto de España el crecimiento de la economía y del empleo va de la mano (2,7 % y 2,5 %), en Galicia la brecha es muy elevada (2,8 % y 1,8 %). Mal asunto para un crecimiento inclusivo que se transforme en desarrollo social. En oportunidades de empleo y en freno de nuestro declive demográfico.