Promesas incumplidas, continuas rectificaciones, alarmante descoordinación gubernamental. Este podría ser, y lo es en parte, el balance de los cien primeros días de Pedro Sánchez en el poder. Lo más sorprendente es que no ha sido la oposición catastrofista del PP y Ciudadanos y sus medios afines la que ha desgastado al «Gobierno bonito» que armó el líder socialista, con ministros destacados y pleno de buenas intenciones, sino sus propios errores. Sumados, claro está, a su debilidad parlamentaria, con solo 84 diputados. Los peores enemigos de Sánchez están siendo el propio Sánchez y algunos de sus ministros. El presidente no debería preocuparse por quienes, hiciera lo que hiciera cuando aterrizara en la Moncloa, iban a decir que es Belcebú, sino por aquellos que vieron, y siguen viendo, con buenos ojos que desbancara a Rajoy. Es cierto que Sánchez no es responsable de la desaceleración económica, la caída del turismo o el puntual aumento el paro. Ni tampoco es verdad que Cataluña esté peor ahora con su apuesta por el diálogo que cuando gobernaba el PP, período en el que se celebró un referendo ilegal y se declaró la independencia. España no se hunde ni van a caernos encima las siete plagas, como predican los profetas del desastre. Y también hay que poner en la balanza los aciertos de Sánchez, como la universalización de la sanidad, la decisión de sacar, por fin, los restos de Franco del Valle de los Caídos, la anunciada reversión de los recortes educativos, las iniciativas para luchar contra la pobreza infantil o el rescate humanitario del Aquarius. Pero la imagen que ha prevalecido es la de un Gobierno que cambia de criterio continuamente. Porque si rectificar es de sabios, convertirlo en norma es muy preocupante.