En las acusaciones de plagio y de prevaricación, «es posible todo y lo contrario de todo», de forma que, donde un tribunal absuelve otro condena; donde un profesor intuye plagio otro ve genialidad; y donde una máquina manejada por A descubre una coincidencia inferior al 1 %, la misma máquina, manejada por B, eleva el plagio al 21 %. La razón de este desnorte -que suele derivar en flagrante y grave injusticia- hay que buscarla en la manía de cuantificar infracciones que, por ser inmateriales, solo deben ser valoradas por expertos que, con criterios bien asentados, y reunidos en tribunales aleatoriamente compuestos, pueden llegar a conclusiones más fiables que las ofrecidas por máquinas y sacapunteros. Aclaro que la palabra sacapuntero, que acabo de inventar, entrará en el diccionario de la RAE para definir al periodista que, obligado por la necesidad, se especializa en sacarle punta a todo y a nada, sin necesidad de distinguir entre un garabullo y una espada toledana. Por eso he rescatado de mi memoria el argumento que ahora les brindo, para poner algo de cordura y justicia en el debate nacional.
Asistir a las clases de Metafísica que impartía el profesor Álvarez Bolado en la Universidad de Comillas era como ir a un concierto de la Filarmónica de Berlín. Su retórica -rica, brillante y rigurosa- permitía entender la estructura de la fenomenología del espíritu con la misma facilidad y placer con el que se descubre la estructura temática, instrumental y melódica en una sinfonía de Beethoven dirigida por Karajan. E incluso, cuando un momento de arrebato filosófico nos impedía seguirlo, el conjunto escénico de aquel profesor seguía siendo atractivo, gracias a la transmisión de matices expresivos que emergían después, inesperados, en las horas de estudio personal.
A Álvarez Bolado le escuché una anécdota, referida a Hegel, que, aunque nunca la encontré en los libros, la he usado más de una vez como munición de indulgencia. Resulta que Georg W. F. Hegel, la cabeza más potente del pensamiento moderno, también fue acusado de plagio por un profesor provinciano. El asunto, movido por los sacapunteros de entonces, llegó a Hegel en el turno de preguntas de una concurrida conferencia. Y la respuesta del maestro fue esta: «No he leído nada de ese señor, y no estoy en condiciones de negar que hayamos escrito lo mismo. Pero, si tal cosa sucedió, no se explica por el plagio, sino porque, cuando tiempos nuevos se avecinan, los genios coincidimos».
Que hay coincidencias entre la tesis de Sánchez y otros autores, parece evidente. Pero recurrir al plagio como única explicación de este hecho es de una pobreza intelectual inasumible. Por eso acepto la posibilidad de que, en estos tiempos nuevos, que el propio Sánchez está abriendo, se hayan producido coincidencias, sin rastro de plagio ni ayuda, con otros genios -algunos amigos suyos- que protagonizan el despunte científico del futuro. Y con ese juicio me quedo.
¡De nada, Pedro!