Todos los actos de rebelión de Cataluña contra el Estado y su Constitución están protagonizados, convocados o subvencionados por la Generalitat. Sus intentos de secesión -digan lo que digan la ley y el Supremo- no se basan en la violencia, que en términos generales nunca llegó a los niveles de una huelga del metal en Pontevedra. Su signo distintivo es que las autoridades del Estado, que juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes, son los que confunden a la opinión pública con su relato de una democracia electoral ejercida fuera de la ley, y los que utilizan la autoridad y los recursos económicos de la Generalitat para mantener una apariencia de confrontación social que carga diariamente contra la unidad y el prestigio del Estado.
Mientras el Estado -su Gobierno, sus parlamentos, la Justicia, los medios de comunicación y la opinión pública- siga comprándole la moto a Puigdemont, y dando por supuesto que es la ciudadanía catalana la que arrastra a la Generalitat al desorden, no habrá ninguna posibilidad de resolver este grave y desenfocado problema. Mientras olvidemos que Pujol mantuvo hasta hace quince años la tesis contraria al «España nos roba», para convencer a sus súbditos de que su autogobierno ya había rebasado todos los marcos constitucionales, y de que su habilidad había generado un nivel de riqueza, modernidad y desarrollo que no estaban al alcance del resto de los españoles, seguiremos preguntándonos qué le debemos a los independentistas, o cómo alargar los tiempos de paz que separan las periódicas rebeliones que refuerzan su inaudito nivel de chantaje. Y mientras los tribunales sigan discutiendo si los grandes revoltosos son galgos o podencos, para -en vez de hacerlos descarrilar con el mismo uso que hicieron de la prevaricación contra cientos de políticos locales- someterlos a una justicia infinita de mazmorras y rebeliones, estaremos generando mártires en vez de inhabilitados, y ofreciéndoles las tribunas desde las que chulean y humillan al Estado con éxito evidente.
La prevaricación y el 155 eran la terapia fetén para este ostentoso sarpullido de ilegalidad. Pero no sirvieron de nada porque, mientras los jueces de Cataluña se echaban a temblar ante la obligación de completar el trabajo que habían iniciado con Mas y Homs, los políticos aplicaron el 155 con tantos complejos y premuras que, en vez de extirpar a los sediciosos, les inocularon una vacuna contra la autoridad del Estado. Ahora andamos con esa chorrada de que a la política se responde con política, como si el diálogo de sordos fuese el bálsamo de Fierabrás. Y por eso ya sabemos que esto no tiene solución; que en los próximos años no va a haber ni independencia, ni orden, ni legalidad; y que el procés se va a solucionar por el estúpido procedimiento de esperar a que se pudra, antes de ponerle, cataplasmas artesanales. Así están las cosas un año después del golpe: peor que nunca, y el Estado con cara de tonto.