Se mascaba el ridículo. Y se ha consumado. El Tribunal Supremo rearbitrándose a sí mismo el partido y anulando el gol. Lo nunca visto. A partir de ahora habrá que cuestionarse el apellido de este órgano. Antes era el último escalón de la escalera judicial. Ahora parece un pobre pasamanos. Primero hacia arriba. Después, hacia abajo. Da vértigo. Agárrese si puede. Porque no pisamos sobre suelo firme. Caminamos sobre un terreno flexible, casi líquido, que se hunde o no en función del zapato que lo pise. Se han perdido hasta las apariencias.
Cuando la sentencia de la Manada fue la chispa de un incendio a escala estatal, Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Supremo, lanzó un comunicado contra el insensato ardor ciudadano. Apuntó que el tribunal había valorado «todos los elementos de prueba aportados por las partes de acuerdo con lo establecido en la ley» y aseguró que son «estos los únicos criterios a los que están sometidos los jueces, sin perjuicio de las posibles discrepancias que puedan existir sobre la calificación jurídica de esos hechos». Y recordó, con ese tinte de solemnidad, como azul oscuro, que aporta el lenguaje jurídico, que «es nuestra Constitución la que establece una justicia impartida por jueces y magistrados profesionales, independientes e imparciales». Un canto a la neutralidad. Una lección impartida desde la tarima más alta. Un tirón de orejas a los indignados con un mensaje claro: no olviden que la turba nunca debe dictar las sentencias, que los gritos no ahoguen la ley. La calle no está para juzgar. Cierto. Tampoco los grandes despachos. ¿Supremo? ¿En serio?