El Gobierno no se cansa de abrir melones, sin que sepamos a ciencia cierta si llegaremos a probar alguno. El último: el peaje en las autovías. Globo-sonda o decisión inminente, el debate queda abierto. Pero este melón tiene un sabor especial por varias razones. Por primera vez desde que Sánchez ocupa la Moncloa, ni PP ni Ciudadanos se han lanzado a degüello contra él: deciden esperar a ver. El Gobierno cree que la medida contaría con amplio apoyo parlamentario. Las voces más críticas se oyen en la izquierda. Y en el Consejo de Ministros se sienta Josep Borrell, aquel que en otro tiempo prometía y construía autovías libres de peaje porque «las autopistas eran cosa de ricos». Nadie, eso sí, podrá tildar el globo-sonda de populista, porque estamos ante la iniciativa más impopular ideada por los cerebros monclovitas.
Ya que nos invitan, fijemos el marco del debate. Ninguna autovía -ni carretera provincial, ni camino vecinal- es gratuita: cuesta millones su construcción y cuesta millones su mantenimiento. La cuestión estriba en quiénes deben pagarla: ¿Los usuarios o los contribuyentes?
Yo creía, ingenuo de mí, que la respuesta dividía a liberales y socialdemócratas. Los primeros, a favor de los peajes; los segundos, en contra. El argumento de los primeros lo expresaba, en forma de pregunta y refiriéndose a las autopistas, Pedro Schwartz, economista y jurista liberal: «¿Por qué deben financiarlas con sus impuestos quienes no las usan, incluso quienes no tienen automóvil?».
En la propia biblia que maneja Schwartz con devoción, La riqueza de las naciones, hallamos la respuesta adecuada. Escribe Adam Smith (quien, no obstante, defendía los peajes en ciertas condiciones): «Los gastos que se dedican al mantenimiento de buenas carreteras y comunicaciones benefician sin duda a toda la sociedad, y por ello pueden ser sufragados, sin cometer injusticia alguna, mediante contribución general de la sociedad». Es decir, el paisano de O Cebreiro que no tiene coche también se beneficia de la A-6 libre de peaje: le facilita la comercialización de sus quesos, le abarata los productos que adquiere en la tienda y suprime barreras y costes de acceso al hospital de Lugo en caso de emergencia.
Frente al pago a través de impuestos, el peaje comporta múltiples agravios. Citaré solo tres. El primero, económico. Las infraestructuras de transporte constituyen un relevante factor de competitividad: penalizar su uso resta capacidad competitiva a las empresas y productos españoles. Y no hablamos del chocolate del loro. Una empresa de mensajería que recorra diariamente la AP-9 de A Coruña a Vigo pagará más de peaje -946,2 euros al mes- que al conductor con salario mínimo. Dos: el peaje es regresivo. Paga lo mismo el potentado del Maserati que el indigente motorizado, el dominguero que el currante. Y tres: como consecuencia, el peaje expulsa a la plebe de la autovía y traslada congestión y siniestralidad a las carreteras alternativas, siempre menos seguras y cada vez más abandonadas de la mano de los gobiernos.