Cuando pensábamos, tras lo del Supremo y las hipotecas, que la cosa no podía ir a peor, resulta que nos equivocamos. Y es que lo que mal empieza mal termina. La Justicia ha sido tradicionalmente una de las instituciones peor valoradas. Superada en los últimos tiempos por la política y los políticos. Y cuando se han mezclado las dos ha sido la tormenta perfecta. Como ocurre cada vez que hay que renovar el Consejo del Poder Judicial. La sensación resultante es la de unos partidos repartiéndose el botín. Y entonces nos acordamos todos del sistema de elección. Pero el problema no es el sistema, sino la perversión del sistema. El Consejo es el órgano de gobierno de los jueces y, como tal, un órgano político. Que no quiere decir partidario. Por eso, en principio nada hay de reprochable, sino todo lo contrario, en que sus miembros sean elegidos por el Parlamento. El problema, en este caso como en tantos otros, es que los partidos desprecian el espíritu de la previsión constitucional y se dedican a colonizar las instituciones anteponiendo sus intereses particulares a los generales, primando la sumisión del candidato a su talento o idoneidad para el puesto, premiando al obediente, no al capaz. Y esto es lo que reconoce abiertamente Cosidó en sus indecentes wasaps. No es un error de expresión, es la insultante jactancia de quien se cree impune, la inconsciencia de quien no entiende que los wasaps los carga el diablo. El daño que ha causado a la institución judicial es de tal magnitud que resulta imposible de medir. Pero aún es peor que para intentar diluir su responsabilidad su partido, el PP, intente salpicar y manchar a todos. Una estrategia, la del calamar, que no hace sino extender aún más el desprestigio de las instituciones.