La ambición humana es legítima. Es uno de los motores del progreso. Pero jugar a dioses, al margen de los debates éticos, aún no está ni estará a su alcance. Podremos llegar a conocer el origen de las enfermedades y, con el tiempo, curar el alzhéimer o tratar el cáncer. Podremos vivir más y mejor y evitar a nuestros hijos enfermedades hereditarias para las que hoy en día no existe ninguna terapia. Pero la ciencia también tiene límites, una línea roja que la inmensa mayoría de los investigadores no están dispuestos a traspasar. No es solo ética, es sentido común. Y pensar que algún día se pueda llegar a modificar el embrión humano para conseguir niños más listos, más altos, más guapos, de ojos verdes o azules o libres de enfermedades no sería ningún avance. Sería directamente una aberración. El sueño de mentes perturbadas que, como Hitler, aspiraban a la pureza de la raza, que tenía que reunir unas ciertas características. El resto sobraba, o directamente se aniquilaba. Fabricar seres humanos de diseño, programados desde el nacimiento priva a la humanidad de algo que apenas se tiene en cuenta, como es el azar, la sorpresa, la que permite que cada uno, con sus virtudes y sus defectos -especialmente estos últimos- forjen un destino único con su esfuerzo, superación y el manejo de habilidades distintas en cada caso. Es la riqueza de la diversidad humana. El mundo feliz de Aldous Huxley no lo era tanto y abrir la caja de Pandora no debería ser una opción en ningún caso. Ningún científico aspira a este escenario de ciencia-ficción. Pero para evitarlo hay que legislar claramente a nivel mundial. Porque la ciencia siempre corre más deprisa que la ley.