En Andalucía se cierra un círculo. O dos. Con el relevo en la Junta, ya no quedará ninguna institución en España que no haya cambiado de color político. Un signo de madurez democrática. Pero también tenemos ya todas las ideologías representadas en los parlamentos. Desde la ultraderecha hasta la extrema izquierda, pasando por independentistas y nacionalistas, e incluso ultranacionalistas españoles. Y habrá quien vea esto también como otro signo de democracia. Porque la democracia se define, entre otros atributos, por el pluralismo y el derecho de cada cual a defender sus propias ideas. Así está recogido en la Constitución, esa que denuestan algunos que olvidan que gracias a ella pueden hacer lo que hacen y decir lo que dicen. Pero por eso mismo que la democracia ampara incluso a quienes quieren destruirla, es necesario ser conscientes de que hay que defenderla todos los días. Porque la democracia no es un bien asegurado sin más. Es algo por lo que hay que luchar para que no nos la arrebaten ni la corrompan. Y se defiende ejerciéndola, no amputándola ni creando cordones sanitarios preventivos. La presencia de Vox en el Parlamento andaluz es solo el síntoma. El verdadero mal es que haya cientos de miles de personas que voten propuestas y planteamientos políticos airados e iracundos, que se alimentan y alimentan el odio, que levantan muros para aislarse y aislar a los otros, que se instalen en el temor a lo diferente y traten de protegerse recortando derechos. El problema es el por qué de este estado de cosas, de una sociedad fracturada, crecientemente polarizada, en la que las reacciones viscerales dominan la toma de decisiones, las más de las veces con consecuencias indeseadas. La cortedad de miras, el cortoplacismo y la irresponsabilidad definen un escenario político en el que el relato ha finiquitado el principio de realidad. El problema no es Vox, el problema es que haya un Vox. La amenaza es real, pero no debe ser irreversible. Es nuestra responsabilidad.