Aunque el euroescepticismo británico emponzoñó la Unión Europea desde el referéndum de 1975, es evidente que este brexit irresponsable y estúpido lo armó David Cameron, un listillo y vanidoso conservador que, convencido de que la historia nunca retrocede, quiso aprovechar la emergencia de oposición multiforme -extrema derecha, elitismo tradicionalista, euroescépticos, populistas, laboristas desorientados por su crisis endémica, nostálgicos de la alianza trasatlántica e indignados por la crisis económica- para frenar el temido cambio, que ya intuía Blair, en la estructura de partidos del Reino Unido.
Cameron estaba convencido de que si generaba una tensión estratégica entre el europeísmo oficialista y la eurofobia caótica, dejaría maltrechas a las tendencias disgregadoras que amenazaban el bipartidismo, y que, disolviendo después las cámaras, podría crear la más amplia mayoría conservadora de la posguerra. Y para eso se jugó a una sola carta el futuro de Europa y el poder conservador, con la seguridad de que el brexit no triunfaría y de que los conservadores dispondrían de una larga y cómoda mayoría para hacer las reformas estructurales que su país necesitaba.
Pero Cameron perdió la apuesta y su precipitada dimisión, que había comprometido para conjurar los escasos pronósticos contrarios a la UE, abrió la crisis actual de la política británica, debilitó a los conservadores, ocultó las grietas que persisten en el partido laborista, y nos sumió a todos en una incertidumbre que no tiene parangón desde el Tratado de Roma de 1957. Hay que decir, para no ser injustos, que Bruselas ya había abonado la ruptura con sus acomplejadas y estériles concesiones a Thatcher, que, al interpretar la integración del Reino Unido como un favor que nos hacían al resto de la UE, en vez de presentarla como la oportunidad que se le daba de formar parte del núcleo director de la más moderna y avanzada operación política de la historia de Europa, se convirtieron en una fuente de euroescepticismo, un aliciente para que otros países jugasen al privilegio y la pillería en vez de apostar por la lealtad y la cooperación, y en un estorbo para la implantación política y económica del euro.
Estaríamos ciegos si no viésemos que el brexit fue la rendija política más amplia por la que entraron en Europa los populismos, la extrema derecha, el euroescepticismo y el grave bache de cultura política y orientación democrática que afecta a los países más avanzados del mundo. Y más ciegos estaríamos aún si no viésemos que los problemas que atraviesa España -entre los que destacan el independentismo, los populismos y la disolución del proyecto general de nuestra democracia- también se inspiraron en ese desgraciado brexit que puede culminar su recorrido de la peor de las formas posibles. Aunque es obvio que los verbos condicionales que he usado en este último párrafo son retóricos y misericordiosos. Porque no me cabe ninguna duda de que nunca estuvimos tan ciegos como lo estamos hoy.