Los partidos suelen tener dos almas. No son lo mismo los barones socialistas que el sanchismo, como no lo eran el felipismo y el guerrismo. El marianismo y el aznarismo representan posiciones, formas de hacer política y talantes muy distintos. Pero lo de Podemos es diferente, porque la ruptura entre Iglesias y Errejón tiene un componente no solo político sino personal, lo que la hace más dolorosa. Los dos íntimos amigos de la Facultad de Políticas, que eran inseparables, compadreaban, viajaban y teorizaban juntos y que, incluso, se llegaron a besar en los labios ante las cámaras, se divorcian definitivamente. Ya ni se hablan. Son como dos hermanos que en el fondo se quieren, pero luchan a muerte para ver quién es el mejor, el más listo. El líder de Podemos considera una traición que su antiguo colega se arrime al sol que más calienta, Carmena, y ningunee a su propia formación política (que en realidad ya no lo es), como si fuera una especie de Bruto que apuñala, con premeditación y alevosía, a Julio César, que por supuesto es él. Una simple llamada telefónica y ahí te quedas, compuesto y sin candidato. Errejón se sintió a su vez ninguneado cuando Iglesias le purgó de su puesto de portavoz parlamentario para entregárselo a Irene Montero, su pareja. Ahora trata de salvarse de la quema alejándose de Podemos, una marca que ve como un lastre. El enfrentamiento certifica que la nueva política se ha quedado vieja en solo cinco años. Del aire fresco que supuso Iglesias no queda apenas nada. Su sonrisa irónica y su insultante suficiencia se han transmutado en el ceño fruncido permanente. La expectación que provocaban sus apariciones televisivas se han transformado en aburrimiento. Su reacción a la taimada jugada de Errejón suena a despecho por un amor fraternal no correspondido.