Si pudiéramos contarles a nuestros tatarabuelos que en nuestro país hoy casi no mueren niños al nacer, que hemos erradicado enfermedades temibles porque disponemos de medicina de primera calidad para todos, que hay calefacción y agua corriente en prácticamente todos los hogares, que la escolarización infantil es obligatoria y gratuita, que somos el país del mundo con más kilómetros de tren de alta velocidad por habitante, que podemos hablar con quién queramos en el acto, o recoger el conocimiento del mundo en una pantallita desde cualquier lugar, seguramente nos dirían que se alegran mucho por nosotros y que debemos estar felices de vivir donde y como lo hacemos. Y si después les contásemos los problemas que tiene nuestra sociedad y por qué se está partiendo y enfrentando, lo normal es que nos mirasen extrañados y nos dijeran: «No puede ser. ¡Estáis locos! ¿Es que no sabéis lo que tenéis?»
A pesar de que tengamos una situación mucho mejor que en el pasado, los estudios psicológicos dicen que los españoles no somos ahora significativamente más felices que hace 50 años. En realidad, vivimos mejor, más tiempo y con más comodidades, pero los humanos siempre queremos algo más. Somos felices por comparación, lo que, lógicamente, nos hace infelices, pero es lo que hay. Nuestro cerebro funciona, sobre todo, respondiendo al estímulo de una serie de centros neuronales que son los que asocian una sensación placentera a algunas actividades que son clave para la supervivencia de la especie y del individuo. O que lo eran en el pasado. La liberación de dopamina en esos centros neuronales se dispara en respuesta a comer alimentos ricos en grasa, a las relaciones sexuales, a la percepción de una valoración positiva por parte de los demás, a muchas drogas o a la práctica de ejercicio físico, por ejemplo. Buscamos lo que nos proporciona placer y lo disfrutamos como un estallido de emoción, pero cuando los niveles de dopamina bajan de nuevo el recuerdo de esa sensación placentera nos empuja a buscar otra vez aquello que la provocó. Y a medida que alcanzamos más placer, necesitamos aumentar el estímulo, de manera que no somos felices ni en el recuerdo de lo que fue, ni manteniéndonos en el mismo nivel de satisfacción. Y de ahí la paradoja de que en las sociedades que -según las encuestas- son más felices, también se dé el índice más alto de suicidios.
¿Por qué ocurre esto? Sencillamente porque todo lo que tenemos es, para nuestro cerebro, relativo. Decía Epicuro hace muchos siglos que si alguien quiere ser rico no debe afanarse en aumentar sus bienes, sino en disminuir su codicia.
De la misma manera, las sociedades que han alcanzado un nivel de bienestar continúan buscando más y más, simplemente porque lo que han conseguido -en términos de bienestar, igualdad, riqueza, salud, etcétera- ya no las satisface. Si miramos el mundo a nuestro alrededor veremos que, en conjunto, vivimos en uno de los mejores lugares del orbe. Y si lo pensamos fríamente, seguramente coincidiremos en que, absurdamente, vamos caminando hacia el precipicio como en la secuencia de la extinción de los pájaros Dodo de la película Ice Age. Ellos lo hacían persiguiendo un melón. Y nosotros, ¿detrás de qué corremos?