Hace un par de meses a Pablo Iglesias le pasó lo mismo que a su tocayo (San) Pablo de Tarso. No se cayó del caballo, pero tuvo una revelación y cambió por completo su punto de vista sobre el chavismo. Venezuela dejó de ser «una de las democracias más saludables del mundo» y «el modelo de socialismo del siglo XXI».
El cambio era necesario, imprescindible. Más allá de las ideologías, no parece sensato sostener que Maduro (reelegido con infinitas sombras y sin reconocimiento) ha sido buen gobernante. Y resulta aún más disparatado creer que los venezolanos viven bien. Aún así, a nuestra sociedad de bandos le gusta demasiados el blanco y negro. Lo muestra, una y otra vez, de forma exacerbada, en las redes. Desde la maniobra del autoproclamado presidente (virtual) el debate no cesa, pero en pocas ocasiones es reflexivo. Parece más una riña de bar o una acalorada discusión de fútbol.
Si condenas el paso al frente de Guaidó, eres chavista. Si lo respaldas, fascista. Costó mucho que aparecieran las inevitables capas de gris necesarias para entender un problema complejo en el que se mezclan cuestiones geopolíticas, intereses económicos internacionales, juegos de poder de grandes países y el futuro de los venezolanos, que, simplemente, deberían poder votar en unas elecciones libres.