Balzac, el gran escritor francés, tenía la costumbre de sentarse en un café del Boulevard de Gand, en París, y tomar nota de la forma de andar de la gente. Estaba convencido de que el paso revelaba mucho de la persona y, de hecho, sus novelas son muy detalladas al respecto. Recordando a bote pronto, en El cura de Tours las solteronas caminan «con movimientos que no se distribuyen igualmente por todo su cuerpo»; en La duquesa de Langeais se reconoce al déspota por su forma de caminar; en La obra maestra desconocida, en Eugenia Grandet... Y no solo era Balzac. Chesterton tiene una novela del padre Brown en la que se descubre a un asesino por su modo de caminar (Pasos sospechosos). Pero a Balzac la cuestión le interesaba tanto que incluso llegó a escribir una Teoría del andar en la que sistematiza la manera de caminar de los gordos, las mujeres embarazadas (que golpean el suelo con el pie plano) o los delgados («como marionetas a las que se las caído las cuerdas») ... Los marineros mantienen las piernas separadas a fuerza de mantener el equilibro en los barcos. Los militares se apoyan firmemente en los riñones; y los jueces son reconocibles por como mueven los hombros, aseguraba Balzac.
Pienso en esto al leer sobre los experimentos con una nueva tecnología de identificación basada en la pauta de los pasos de cada persona. La teoría es que esta es única y característica, como una huella dactilar. Para reconocerla, se usa una alfombra electrónica que recibe los datos y los procesa con un algoritmo. La alfombra detecta fácilmente el sexo de la persona (la forma de la pelvis condiciona la manera de andar), el peso exacto e incluso la edad muy aproximada; pero con una base de datos permite también desvelar la identidad. O algo así. En realidad, puede reconocer a una persona autorizada que quiera ser reconocida, pero no es tan eficaz descubriendo al que quiere disimular, porque se puede confundir al ordenador si uno cambia de zapatos o de manera de andar.
Todo es cuestión de práctica. Un actor o actriz podrían engañar a la máquina. De hecho, las formas de andar más famosas del cine, por quedarnos en lo más familiar, son fingidas. El balanceo de Chaplin, por ejemplo, era la imitación de un taxista que había conocido en Kensington. El gran intérprete chino Mei Lanfang era célebre por su capacidad para andar como una mujer con los pies vendados. De John Wayne se decía que había tomado su manera de caminar de los indios, que apoyan el talón y luego todo el pie -aunque si uno se fija en su huella en el asfalto del Paseo de la Fama de Hollywood, saca la impresión de que la verdadera razón es que tenía los pies muy pequeños-. El gran Laurence Olivier, cuando encarnaba un aristócrata, se metía una moneda entre las nalgas y procuraba que no cayese. Creó escuela: David Suchet le copió la idea para el Hércules Poirot que interpretó durante veinticuatro años en la televisión. Los trucos son infinitos: recuerdo que Robin Ellis, que tenía que cojear en su personaje de Poldark, se metía una caja de cerillas en la bota. Aunque creo que nada supera la entrega profesional del antes mencionado Suchet, con su moneda de dos peniques en el trasero durante casi tres décadas.
En fin, Balzac, el gran voyeur de la literatura, tenía razón: la manera de andar es una prolongación de la manera de ser, un rasgo de la personalidad, la postura que se nos va quedando en la larga y extenuante caminata que es esta existencia bípeda.
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