No son cuatro manzanas podridas, sino que la Iglesia es una estructura de poder que protege a los criminales», dijo hace unos días Miguel Hurtado, víctima del abuso sexual de un sacerdote en Barcelona, a la edad de dieciséis años. Junto a otras víctimas, este joven ha fundado la Asociación Nacional de Infancias Robadas (ANIR), cuyo objetivo no es prestar asistencia, por falta de recursos, sino movilizar a la sociedad sobre esta cuestión. Estremece oírle hablar de su caso, sobre todo porque, según cuenta, no es el abuso en sí lo que más le duele, sino el hecho de que durante años, la Iglesia no tomó ninguna medida, salvo el traslado del abusador a otro centro de la orden y el pago de 7.200 euros (en negro y con un compromiso de silencio).
Obedecer es fácil, marcharse a otra parroquia o desaparecer como las palomas y los conejos en la chistera de un mago, también. Pero lo que la Iglesia no acaba de entender es que uno no cambia por más obediente que sea, no deja de sentir la sangre galopándo en el pecho, queriendo salírsele del cuerpo. Me consuela pensar que hay muchos, muchísimos sacerdotes que nada tienen que ver con todo esto. Pero sobre todo me consuela pensar que las manzanas podridas tienen que tener (aunque siempre hay excepciones, la ruindad humana no tiene límites) una penitencia personal mucho más lacerante que la peor de las condenas.
El remordimiento es un murciélago, un ratón que roe los bordes y llega hasta la médula. Por eso me consuela pensar que todos los días de su vida, al levantarse para dar misa, mientras confiesan, mientras ofician bautizos y bodas, mientras imparten sus clases de Religión o acompañan a los grupos de niños scout, la culpa está haciendo su trabajo. Quizá sea estúpido y naíf, pero me consuela pensar que por la noche, ya en casa, cuando ese sacerdote cualquiera se quita la sotana, se arranca el alzacuello y se queda desnudo como Dios lo arrojó al mundo, siente el mismo miedo oscuro y pegajoso que debió sentir Miguel Hurtado y todos los otros miles de niños abusados.