El Gobierno ha perdido la iniciativa y navega a la deriva, zarandeado por las olas. Y eso es quizás lo peor que le puede pasar a un gobernante. Los secesionistas han demostrado una y otra vez ser unos desleales y peligrosos compañeros de viaje. Como le ocurrió a otros antes, Aznar incluido, a Sánchez le ha podido el adanismo de pensar que podría encarrilar a los independentistas mediante concesiones de mayor o menor calado, según el nivel de necesidad. Y como la suya era mucha, y los otros están envalentonados, no le ha bastado hablar catalán en la intimidad. No se puede reprochar a Sánchez el intento de diálogo, sino el no haber renunciado al ver que los independentistas no se mueven de un marco negociador imposible de asumir. Hay cuestiones que ni siquiera se pueden poner encima de la mesa, porque son intocables y porque, además, los independentistas no tienen legitimidad para negociarlos. Principios democráticos esenciales como la separación de poderes no son debatibles. Y ni la Generalitat ni los partidos que la sustentan son quienes para debatir asuntos que no les corresponden, como la soberanía. No solo no les competen, sino que ni siquiera podrían arrogarse en ese hipotético debate la representación de todos los catalanes.
Acuciado por la necesidad, Sánchez se ha dejado arrastrar por los independentistas más allá de lo prudente y ha tardado en rectificar más de lo conveniente. Con ello, no solo ha acentuado su soledad, también ha dado munición de calado a la oposición. Las elecciones son inevitables, el único dilema es cuándo. Si las acelera, malo; si las demora, también. Ese es el precio que va a pagar por no haber cerrado a tiempo la puerta a los secesionistas.