Cuando Alarico saqueó Roma, el año 410, se adueñó del Imperio un pesimismo general. El poder era débil, los funcionarios corruptos, las legiones estaban empantanadas en el Rin, el trigo no llegaba con regularidad, los políticos no aceptaban la decadencia, y el desorden social y económico se apoderaba de las ciudades. Y fue entonces cuando San Agustín pronunció su sermón De Urbis excidio (Sobre la caída de Roma), para decir, en esencia, lo contrario de lo que todos decían, y de lo que hoy pensamos en España: «Roma no perecerá -dijo- si no perecen los romanos». Porque, frente a la creencia en que las soluciones vienen del sistema institucional y político, de nuevos códigos y controles, o de un reforzamiento conceptual del Estado, el obispo de Hipona se dio cuenta de que la regeneración progresa en la dirección contraria: «Roma non perit si romani non periunt». Y, basándose en la fuerza e identidad de la comunidad cristiana, que era todo lo que quedaba de Roma, inició el prodigioso relevo que hizo la Iglesia sobre la historia real y simbólica de la Ciudad Eterna.
Para Agustín era evidente que la fortaleza del Estado viene de la sociedad, y no a la inversa. En su lógica no había más explicación para la caída de Roma que el previo derrumbe cívico y moral de los romanos. Y por eso, en vez de apelar a una revisión de la política, de las leyes y del orden constitucional del Estado, con la esperanza de que los ciudadanos recibiesen esa misma regeneración de forma infusa, hizo el camino a la inversa, al confiar a los ciudadanos la refundación de Roma.
El padre de Occidente estaba en lo cierto. Primero hacen crisis las sociedades y después los imperios. Primero se corrompen los ciudadanos y después las instituciones. Primero aflojan las cuadernas de la virtud cívica y después aparecen los gusanos que descarnan el esqueleto del Estado. Por eso es inútil regenerar por arriba, si antes no se interpela a la gente, y se le hace ver por qué hemos llegado hasta aquí.
Intentado, pues, volar a esta altura, creo que en España estamos apuntando a un modelo de regeneración tan equivocado como el del arquitecto que reconstruye su torre, una y otra vez, sobre la arena de la playa. Pero también sé que hay que ser muy valientes para tomar el camino de Agustín, ya que la sociedad no gusta de ser enfrentada a sus responsabilidades. Lo fácil es lanzar las diatribas hacia arriba y las adulaciones hacia abajo, para ganar la doble complicidad del que está dispuesto a ser zaherido a cambio del poder, y del que acepta ser redimido a cambio de la falsa adulación. Pero la lógica de San Agustín se muestra inapelable: Roma no puede ser mejor que los romanos. Y España tampoco es peor que los españoles. Por eso me temo que, tras la indigna cantada de Sánchez y Carmen Calvo, no vale de nada gritar y hacer censuras en las calles de Madrid. Porque este relevo nos toca a los españoles, los únicos que podemos convertir el 26 de mayo en una operación de Estado de colosal envergadura.