
En Nueva Delhi existe la poco habitual profesión de hombre-mono. El cómo surgió requiere algo de contexto. La cosa empezó cuando los macacos invadieron la ciudad hace unos años. La prensa apenas le prestó atención fuera de la India, pero aquello fue un hecho extraordinario, prácticamente una rebelión coordinada contra los humanos, como en El planeta de los simios. Los monos de los templos, reforzados por muchos otros que venían del campo, salieron de golpe, en masa, a vagar por la ciudad, atacando a los viandantes y quitándoles sus teléfonos móviles, mordiendo los cables de fibra óptica, entrando en las casas a robar, e incluso cometiendo algunos asesinatos, entre ellos el del teniente de alcalde de la capital, al que hicieron caer de un balcón entre varios primates. Que había una intención política en esta insurrección animal lo prueba el hecho de que una partida de macacos se dirigió al edificio del Parlamento de la India, mientras que otro grupo atacaba el ministerio de Defensa y otro el de Finanzas. Nada de esto es una invención: desaparecieron documentos secretos, se volcaron archivadores. El primer ministro del país se encontró a uno de estos micos en su despacho, hurgando en sus papeles. El macaco le miró con su rostro enrojecido y le enseñó los colmillos. Los bedeles tuvieron que ahuyentarlo con escobas.
Yo a estos monos me los imagino como los que aparecen en El libro de la selva de Rudyard Kipling, los Bandar-log, provocando el caos y entonando el mismo himno revolucionario que cantan en el libro: «Somos fabulosos. Somos maravillosos. Somos la gente más extraordinaria en toda la jungla. Lo decimos nosotros, así que debe de ser verdad». El problema es que, en la India, donde animalismo y veganismo gobiernan desde hace ya siglos, los monos son sagrados. Cualquiera de ellos podría ser el semidiós Hanuman, que toma la forma de un macaco y que, como San Valentín, es el protector de los enamorados. Así que, por si acaso, no se les puede esterilizar ni menos aún matar. Primero se probó con una gran «cárcel para primates» en las afueras, pero los reclusos se fugaban sin dificultad. Luego se hizo el experimento de traer a otros monos, los langures de cara negra, a los que los macacos de cara roja temen como a fantasmas. Pero entonces se aprobó una normativa ecologista que prohibía tener langures en cautividad. Así que a alguien se le ocurrió disfrazar a trabajadores municipales de langures de cara negra. La estratagema funcionó. Los macacos salían despavoridos al ver a los langures, que en realidad eran tristes empleados del ayuntamiento con un modesto plus de peligrosidad, enfundados en un mono de trabajo que era, esta vez literalmente, el disfraz de un mono hecho en felpa.
Desde entonces, todos los días se reproduce esta extraña estampa de la Evolución, en la que los seres humanos y los monos se disputan el territorio, los monos imitando a los hombres y los hombres a los monos, dos especies observándose a sí mismas a través de una lente deformante. Luego, al caer la noche, los monos se vuelven a sus templos, a comerse sus ofrendas de plátanos, y los hombres se van a descansar a sus casas, donde la familia espera para cenar pollo con curry. Los visualizo llegando con su uniforme puesto, agotados de correr por ahí arqueando los brazos y golpeándose el pecho, para irse luego a la cama en un cuartucho asfixiante. Y me imagino a uno de ellos que duerme y sueña con algo extraño: con que hace millones de años, allá en África, en un lugar que nunca ha visto, está chillando en un árbol. Y entonces se cae del árbol y empieza a caminar a dos patas.