El 1 de febrero de 1979 un anciano clérigo chiíta, el ayatollah Ruhollah Jomeini, descendía por la escalerilla de un avión apoyándose en uno de los pilotos que le habían trasladado a Teherán desde su exilio en París. Diez días después, el primer ministro del Consejo de Regencia, Shahpur Bakhtiar, quien había sido nombrado a toda prisa por el Shah antes de su huida del país, también abandonaba Irán en secreto y a toda prisa. La Revolución iraní había triunfado tras casi una década de crisis económica, graves desigualdades sociales, nepotismo, corrupción y falta de libertades civiles y políticas. El movimiento de protesta que había cobrado ímpetu en 1978 había aglutinado a casi todas las tendencias ideológicas, desde el partido comunista Tudeh hasta los Ulema. Todos había sufrido la opresión del Shah, todos consideraban que su vinculación con EE.UU. sólo perjudicaba los intereses de los iraníes, ninguno había olvidado el golpe orquestado por la CIA contra el nacionalista Mossadeq en 1953. El regreso de Jomeini, el líder espiritual exiliado desde 1964, dio esperanzas de un cambio positivo para su país. La mayoría votó a favor de la instauración de una república islámica en el referéndum del 1 de abril de ese año.
Pero el resultado fue otro. Las purgas dirigidas por los clérigos y ejecutadas por la Guardia Republicana eliminaron a todos los elementos contrarios a la teocracia. En 1980 se inició una guerra contra Irak que duraría ocho años, arruinando a ambos países. El aislamiento internacional y los sucesivos embargos encajonaron a un país que, ahora, con su exitosa intervención en apoyo del Gobierno chiíta del Irak post Saddam y el sirio de Bashar al Asad, tiene influencia regional mientras se hunde su economía. Cuarenta años después la tiranía sigue, ya no en el trono del pavo real sino tras las oscuras vestimentas religiosas, mientras la injusticia social continua.