En la necesidad de una reforma integral de la atención primaria, como parte esencial de la renovación progresiva del sistema público de salud, parecen coincidir la Consellería de Sanidade y la mayoría de los colectivos profesionales directamente interesados en tan complejo proceso. La diferencia está, para el observador externo, en que, mientras los profesionales integrados en el Sergas apuntan hacia el mantenimiento del actual esquema de competencias y obligaciones del personal, y centran sus reivindicaciones en el aumento de medios y de personal, en sus retribuciones y en la estabilización de los contratos -lo que en términos vulgares significa aumentar el gasto-, la Xunta, que tiene su mayor preocupación en la sostenibilidad y la eficiencia del sistema, propugna, sin negar algunos aumentos de medios y personal bien ponderados, que los cambios incluyan una redefinición de las funciones y los estatutos del personal sanitario, para que el ejercicio de la medicina se desburocratice, para que los estamentos de enfermería y farmacia asuman competencias de control en los tratamientos crónicos, y para que la agenda del médico deje de depender en muy alta medida de los trámites burocráticos y de los usuarios que, al usar el sistema sin la oportuna orientación, obstaculizan la racionalización de la atención médica.
Estas dos perspectivas, que, aunque parecen distantes, tienen su específica racionalidad, no deberían ser obstáculo para que, una vez que Vázquez Almuiña puso sobre la mesa su proyecto de reforma integral de la atención primaria, se empiece a progresar hacia una solución consensuada que, de ser ciertas las hipótesis manejadas por los técnicos de la Xunta, sería eficaz en menos de un año, con independencia de que el proceso de reforma tenga que seguir avanzando hacia una reforma integral de la organización y las prestaciones del Sergas. Pero la dura realidad es que, desde el mismo día en que se conoció el proyecto de reforma, se evidencia un fuerte rechazo hacia la misma, que, lejos de apuntar hacia un encuentro de las dos perspectivas del problema, nos hace temer un enroque de cada una las partes sobre sus respectivas posiciones, y una dañina prolongación del estado de anormalidad y deterioro -de la imagen y del servicio- que llevamos meses soportando.
La idea que se transmite es que, aunque haya un fondo real de conflicto sanitario, y cierta voluntad de resolverlo, estamos ante una batalla más amplia e irracional de lo que cabría esperar de un sector tan cualificado y con tantos motivos para seguir progresando en su excelencia deontológica. Y por eso no me resisto a decir -porque lo temo- que hace ya mucho tiempo que la sanidad está siendo el campo de batalla de una contienda política o económica mucho más prosaica e interesada de lo que cabría suponer en un servicio que todos tenemos por bandera de nuestro estado de bienestar. Una hipótesis que al personal sanitario le convendría descartar antes de seguir deslizándose por la pendiente.