Su estrella, fulgurante pero gaseosa, se va apagando a medida que se acercan las elecciones en octubre...
02 mar 2019 . Actualizado a las 13:15 h.El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, suele comunicarse con el mundo a través de sus calcetines. El año pasado, en la cumbre de Davos, dieron mucho que hablar unos que llevaba de color púrpura y estampados con patitos de goma. El año anterior, en el desfile del Orgullo Gay en Toronto, había calzado unos de 15 dólares, estampados con un arco iris, y en una cumbre de la OTAN otros con el escudo de la organización. Es una de las inacabables coqueterías de un político que despertó el entusiasmo de los progresistas de medio mundo cuando fue elegido por mayoría absoluta en el 2015, y que ha ido viendo como su estrella, fulgurante pero gaseosa, se va apagando a medida que se acercan las elecciones en octubre. Sin embargo, es el escándalo de corrupción que ha caído sobre él y su equipo ahora, una historia de presiones y amenazas a la fiscal general para favorecer a una gran empresa, lo que puede poner fin a su ambición de repetir en el 24 Sussex Drive de Ottawa, que es la residencia oficial de los primeros ministros canadienses.
Incluso sin ese escándalo, Trudeau ya había decepcionado, sobre todo considerando las expectativas. Su juventud, su audacia y, sobre todo, el constante pregón de su progresismo (se ha declarado sucesivamente feminista, defensor de los nativos americanos, ecologista, multiculturalista) llevaron a considerarle como el supuesto reverso de su vecino Donald Trump. Y lo es, aunque más bien en el sentido de que Trudeau sería lo mismo que Trump pero dado la vuelta: un narcisismo parecido pero con la decoración ideológica opuesta.
En el fondo, Trudeau ha llevado al extremo el personaje que inventó hace tantos años John F. Kennedy, y lo ha llevado también a unos extremos de simulación a los que ni siquiera llegó Kennedy. Trudeau es un producto -de una marca familiar, puesto que su padre también fue primer ministro-, un logotipo, un eslogan. Es un político que hace running para ser fotografiado topándose con la gente de la calle por casualidad y luego difundir las imágenes en su cuenta de Twitter para sus dos millones de seguidores. Mientras tanto, su política económica ha resultado ser convencional, no especialmente ecologista ni redistributiva, porque lo importante en el estilo Trudeau no son las políticas sino la proyección del yo: su ropa, sus tatuajes, su cuenta de Instagram, sus calcetines.
Como primer ministro es sorprendentemente indeciso y poco imaginativo. Sus medidas más conocidas han sido golpes de efecto sin sustancia como la legalización del cannabis, pero sus promesas de campaña, como la reforma electoral, han quedado en nada. El escándalo que ahora le asedia es, en este sentido, característico de la contradicción radical entre su imagen y su práctica pública: se trata nada menos que del encubrimiento de un soborno, la vulneración de la separación de poderes y el trato de favor a una gran empresa. Habrá que ver qué calcetines se pone Justin Trudeau esta vez para explicar esto.