Tiene 16 años, es rubia y regordeta. Lleva el pelo recogido en dos trenzas y da la impresión de que su mirada azul se pierde en el horizonte de una adolescencia soñadora, pero Greta Thunberg está llamada a hacer historia. Tímida y, durante años, la niña invisible de la clase ahora se ha convertido en la adalid de una causa tan noble como imprescindible y espinosa. Porque todos somos conscientes de que ya no es una vana amenaza sino una realidad que cada día nos muestra sus dientes, pero hemos sido y seguimos siendo absolutamente incapaces de revertir la tendencia. Sin embargo, ella ha decidido que ya está bien, que no podemos retrasarnos más y que hay que hacer algo ¡ya! Por eso, cada viernes desde hace más de seis meses obvia la rutina de ir al colegio para dirigirse al Parlamento de Estocolmo con un objetivo: llamar a la acción eficaz y efectiva contra el cambio climático que amenaza su futuro y el de todas las generaciones venideras. Ella ya ha conseguido que su familia deje de comer carne y contamine lo mínimo posible, lo que sin duda, ha dificultado la carrera musical de su madre, una conocida cantante de ópera sueca, al haber decidido no volar para acudir a sus conciertos.
Pero Greta es ambiciosa. Persigue el compromiso de la UE para reducir las emisiones del 40 al 80 % para 2030, lo que permitiría mantener la temperatura en 2 grados por encima de las medias preindustriales. Su discurso es contundente y directo. No ha dudado en calificar a los políticos como los mayores villanos de la historia por «haber barrido el problema bajo la alfombra». Y tiene razón. Tenemos que frenar este desastre que se está cargando nuestro planeta. Las empresas no van a reducir la contaminación si no se implementan medidas que incentiven y obliguen a una reducción drástica de las emisiones. Pero nosotros podemos ayudar, y mucho. Caminemos, usemos el transporte público y consumamos productos locales. Exijamos que se reciclen todos los productos y demandemos medios de transporte ecológicos, incluyendo los aviones, trenes y barcos.