Demasiadas mujeres anidan en ella para decidir quién es, de quién es. La que con el mandilón puesto desde la mañana hasta la noche siempre se ocupó de todo: la casa, la cocina, el cuidado de los mayores, los hijos, el campo. La madre que hizo de madre y padre a la vez cuando su marido se embarcaba en mercantes y petroleros extranjeros durante meses, la que se arremangaba las faldas e hincaba las rodillas en el lavadero para frotar la ropa, la que trabajaba en el huerto o en el mar, a reghateira, a redeira, a carrexona, la mujer equilibrista con la cesta de pescado, los grelos o la Singer en la cabeza, la que se levantaba a las cuatro de la mañana para ir a trabajar a la conservera, la mariscadora. Mujer de manos agrietadas por el efecto de la sosa cáustica que utilizaba para lavar la ropa y también por el tacto áspero de las redes, el peso de los cestones o el siempre duro trabajo del campo.
Mientras los partidos políticos se afanan en demostrar quién es más morado en estos días preelectorales, quién acapara el voto de la mujer -la izquierda quizá dé por hecho que el voto es suyo, la derecha se frota las manos pensando que algunos le caerán-, esa mujer del mundo rural o del mar sigue y sigue. No hay tiempo para concesiones. Ni siquiera hay tiempo para el recuerdo, que siempre acaba siendo como la cebolla: retirar una capa tras otra para llegar al centro y llorar. Porque cae la noche y aunque a veces parece que todo ha terminado, siempre amanece. Amanece y otra vez el polvo vuelve a cubrir las casas, hay que pensar y hacer la comida, cuidar del anciano y de los niños, lavar la ropa, llevar el ganado al monte, cultivar el huerto. Gracias a ella, ahora sus hijas trabajan o estudian, son ingenieras, médicos, periodistas, y tienen voz propia para gritar, una voz sin colores partidistas.