Sin entender que convertirse en representante político exige en España (aunque no solo aquí) que los candidatos se sometan a un proceso de doble confianza, es incomprensible lo sucedido estos días a cuenta de la confección de las listas electorales. Quien quiere ser diputado o senador nacional, diputado europeo, parlamentario regional o concejal debe someterse primero al filtro de su partido y, sólo tras haberlo superado, enfrentarse al dictado de las urnas.
Como, con la excepción de los países anglosajones, en casi todos los partidos se hace lo que ordenan sus dirigentes -algo que sabemos desde que Robert Michels formuló a comienzos del siglo pasado su célebre ley de hierro de las oligarquías partidistas- no es extraño, por más que resulte muy poco presentable, que, cada vez que a un partido llega una nueva dirección, depure a los que eran fieles a la antigua. Más, claro, si la antigua pretende recuperar lo que perdió. Por eso la purga partidista ha sido mucho más rabiosa en el PSOE que en el PP: porque los adversarios de Sánchez están con la navaja preparada esperando a ver que sucede el 28 de abril, mientras que el marianismosorayismo es ya cosa del pasado.
Como los partidos están compuestos cada vez más por profesionales de la política que aspiran a ocupar cargos sin límite de tiempo, lo cierto es que las purgas son el modo actual de renovar a quienes protagonizan la vida pública. Es triste reconocerlo, desde luego, pero esa es la verdad, aunque resulte descarnada.
Por eso, lo más preocupante de las purgas que, con muy diferente intensidad, han acometido los líderes del PSOE y el PP es que con ellas se ha seguido profundizando en el perverso proceso de selección inversa de las élites que vivimos en España desde hace muchos años. Y así, con muy significativas excepciones, los dirigentes seleccionan a los futuros cargos no en función de su capacidad y preparación, sino de su previsible lealtad; lealtad que, claro, tiende a ser mayor cuanto más dependa el elegido del cargo que le ha tocado en suerte. Para andarnos sin tapujos: si el elegido no tiene, dicho coloquialmente, donde caerse muerto una vez abandonado un cargo que vive como una lotería, su fidelidad a quienes pueden asegurárselo tenderá a ser ilimitada.
Si ese proceso se mantiene a lo largo del tiempo, como ha ocurrido en España, el devastador resultado es el que hoy está bien a la vista: aunque, repito, con notables excepciones, la calidad media de nuestras élites políticas locales, regionales y nacionales no ha hecho otra cosa que descender desde 1977 en adelante. Las listas dejan cada vez más de lado a los mejor preparados (para entendernos, a los listos) y están formadas de forma creciente por ese mundo de listillos que saben que todo consiste en no crear problemas y no discutir jamás las instrucciones recibidas. Recuerden, comparen y lo verán con suma claridad.