Recientemente La Voz de Galicia hizo eco de la situación desesperada de un niño que sufre una enfermedad grave relatando que su curación pasa por la incorporación a un ensayo clínico para el que su familia recauda dinero (sic). Asimismo, este mismo medio propone la siguiente reflexión: ¿Es lógico tener que recurrir a una cuestación pública para salvar la vida de un niño?
Creo que este enfoque informativo induce a errores, puede crear falsas expectativas, o lo contrario, desaliento a los lectores y sobre todo a aquellos que están enfermos.
Un ensayo clínico no es una opción terapéutica a la desesperada. Es un experimento con seres humanos que trata de dilucidar si un nuevo fármaco, habitualmente aún no comercializado, es eficaz y seguro.
Se lleva a cabo reclutando a pacientes voluntarios con los que normalmente se establecen dos grupos al azar. A uno de ellos se le administra alguno de los fármacos ya existentes para el problema de salud que se está investigando, lo que se denomina práctica clínica habitual, y al otro grupo, el nuevo compuesto. Se trata de comparar cuál de las dos opciones ofrece más ventajas.
Investigar con seres humanos tiene unas implicaciones de un enorme calado ético que se deben tener en cuenta. Es un mal menor. Probablemente sea la única actividad en la que se admite considerar a la persona como un medio y no como un fin. De ahí que sea imprescindible un control muy riguroso de sus condiciones para así proteger la vulnerabilidad y la dignidad de los individuos que aceptan participar en ellos.
Una de las grandes preocupaciones es que el voluntario no confunda asistencia con investigación. La asistencia tiene como fin prevenir, curar y cuidar mientras que el objetivo primario de la investigación es generar conocimiento. No en pocas ocasiones los pacientes captados para un ensayo clínico sufren lo que se denomina therapeutic misconception o equívoco terapéutico. Creen que están siendo tratados cuando en realidad están siendo investigados.
Por ello, para que el ensayo clínico sea éticamente admisible, el voluntario debe tener claro que el protocolo no está diseñado para beneficiarle a él en concreto sino que trata de recabar información que puede ser útil a los pacientes del futuro.
Además, debe comprender que formar parte de un ensayo implica una mayor incertidumbre del riesgo y los beneficios que la práctica clínica habitual. Esto puede ser muy complicado en personas con enfermedades graves, con muy mal pronóstico a corto plazo ya que se agarran a un clavo ardiendo y tienen una infundada esperanza de obtener el mejor resultado personal, lo que las convierte en especialmente vulnerables.
Por otra parte, también hay que tener en cuenta que la participación en un ensayo clínico es un acto de filantropía. Debe ser altruista, no se permite el incentivo económico. Ahora bien, por razones obvias, tampoco es admisible que al voluntario le cueste dinero su participación. La legislación y los comités de ética de la investigación garantizan que el promotor del ensayo se haga cargo de todos los costes, incluyendo los derivados de los desplazamientos y de las pérdidas de la productividad laboral.
Por eso, tampoco se entiende que sea necesaria una «cuestación», término que, tal como indica el Diccionario de la Real Academia Española, quiere decir petición o demanda de limosna para un objeto piadoso o benéfico.