Un grupo de periodistas que nos hacemos llamar Grupo Crónica llevamos cuarenta años almorzando todos los jueves con algún protagonista de la actualidad. Este último jueves, el día 9, nuestro invitado era Alfredo Pérez Rubalcaba. Lo teníamos apalabrado desde hacía una semana, y ocurrió lo que ocurrió. Invitábamos a Rubalcaba una o dos veces al año, no porque fuese noticia, sino porque buscábamos sus análisis, su forma de ver las cosas, incluso su ironía. La última vez nos dijo que le encantaba almorzar con nuestro grupo, porque «soy el más joven de todos vosotros».
La vez anterior que yo le invité para tratar de sonsacarle información de cómo se había derrotado a ETA, me pidió que fuese en un restaurante discreto. Como en Madrid no hay restaurantes discretos, le rogué al dueño de uno que me preparase un lugar donde nadie nos viese y nos colocó en el sótano. Rubalcaba estuvo encantado del refugio hasta el momento de marcharnos: al salir tropezamos con todo el Madrid político y judicial y tuvimos que ir saludando mesa por mesa. Mi invitado se limitó a decir: «No se puede salir de casa».
Salía barato invitarle a comer, porque apenas comía. Pero la conversación era deliciosa. Tenía algo de lengua viperina, mucho de humor, absolutamente todo de información, una forma suave de criticar al poder y a sus propios compañeros y una sensación de que tenía la llave de todos los secretos. Siempre sospeché que, a la inversa, mi conversación no le resultaba especialmente grata porque no sé hablar de fútbol, que era su otra pasión, además de la química y la política.
El Rubalcaba que yo conocí demostró ser un mago de la palabra cuando le «tocó» ser portavoz del gobierno justo cuando estalló el GAL y Garzón puso una equis sobre el organigrama de esa banda. Había que tener mucho temple para someterse cada semana a una dura rueda de prensa con ese fantasma sobre la mesa. Pocos españoles lo hubieran resistido.
La impresión que me queda después de su muerte es que era un valiente, como demostró la noche del «merecemos un Gobierno que no nos mienta»; que era un gran estratega, al organizar el diálogo que significaría el final de ETA sin que el Gobierno apareciese por actor y dejando los contactos en manos de los partidos como si fuese cosa suya; que fue un gran servidor del Estado al que concebía como «un hombre, una mesa y un teléfono», y parecía un retrato de su persona; que tenía convicciones socialistas, pero una disposición al pacto absolutamente natural; y algo importante en este tiempo: después de tantos años en política y de manejar tanto poder, no se le conoce un solo caso ni una sola sospecha de uso indebido de ese poder; murió como un modesto profesor de Universidad.