Ferroatlántica, con el agua al cuello

Xosé Ameixeiras
Xosé Ameixeiras ARA SOLIS

OPINIÓN

REMITIDA

07 jun 2019 . Actualizado a las 13:00 h.

Ferroatlántica es el único oasis en el desierto industrial del ala sur de la Costa da Morte. Durante 120 años fue el único sostén laboral de la comarca de Fisterra, al margen de la pesca y la agricultura. Y no fue sin peajes, como las enfermedades profesionales que alimentaron una verdadera leyenda negra en el franquismo, o el encajonamiento del río Xallas en dos embalses y un par de saltos de agua, amén de otro más en Carantoña (Vimianzo). Durante casi dos decenios, la gran maravilla natural de Galicia, que es la cascada de O Ézaro y que actualmente atrae a millares y millares de visitantes, quedó cegada por el pantano de Santa Uxía. Rigor medioambiental, muy poco, y ganancias, muchas.

Los hornos de ferromanganeso y ferrosilicio de Cee y Dumbría humeaban a destajo y ocupaban a más de medio millar de operarios, más otros muchos de forma indirecta. Sin embargo, no favorecieron la creación de un entramado industrial en su entorno. Las factorías y las centrales nunca dejaron de ser una isla industrial en un océano inmenso, hasta la crisis de Carburos Metálicos. Ahí, Banesto, que ya cría malvas en la historia bancaria de España, se las entregó a Villar Mir, que ya en el 92 pretendía segregar la división hidroeléctrica de las plantas fabriles, generando con ello posturas encontradas entre los ex conselleiros Juan Fernández (Industria) y José Cuiña (Infraestructuras). Fraga apoyó al de Lalín y la empresa, que fue bautizada como Ferroatlántica, quedó unida y bien unida, lo que fue motivo de una fiesta, en la que, curiosamente, Cuíña estuvo ausente.

Llegaron de nuevo las vacas gordas, con beneficios fabulosos, de los que no se reinvirtió un euro de futuro en la Costa da Morte. Las turbinas de las centrales giraban generosas y generaban grandes dividendos, mientras las fábricas lideraban el crecimiento de la división de ferroaleaciones del ex ministro de Arias Navarro. Desde Cee y Dumbría se exportaba producto y experiencia para el arranque de nuevos proyectos de ferroaleaciones. Aun así, el número de empleos en los hornos de la comarca de Fisterra iba menguando hasta casi la mitad.

A medida que Villar Mir fue soltando las riendas del entramado, la situación fue degenerando. Ferroatlántica pasó a formar parte del conglomerado de Ferroglobe, junto con las plantas adquiridas en Estados Unidos. La deuda fue creciendo y las pérdidas empezaron a ahogar. De ahí el intento de vender el conjunto hidroeléctrico al grupo canadiense Brookfield en el 2017 por 153 millones. Se plantaron sindicatos, concellos y Xunta. Ni unos ni otros se dieron grandes oportunidades para salir del fango. A todas estas, el artífice del gran crecimiento de Ferroatlántica durante 40 años, Carlos Oliete, jubilado, y la tarifa eléctrica, ayudando a ponerla con el agua cuello.

Vista la ruina, la única salida para la situación era una venta más que cantada. Ferrogloble lleva intentándola desde diciembre. Quisieron casar con sociedades de rostro conocido, lo que sería visto como solución más viable, pero los pretendientes se asustaron con el clima sindical que se vive en la comarca de Fisterra. Y del mal, el menor. Cuando uno se ve ahogado por las deudas, lo primero que vende son las joyas, y los activos de Cee y Dumbría lo son.

El fondo estadounidense TPG no es el comprador ideal, pero parece el único posible en estos momentos. Es un lo tomas o lo dejas. A partir de ahí lo que toca es achicar agua, poner racionalidad y exigir garantías: un plan de viabilidad. Ahora la pelota saltará al tejado de la Xunta, dueña del cuño que ha de sellar el contrato: un no hay centrales sin hornos encendidos. Ese único oasis industrial en un amplio desierto en la Costa da Morte.