Inasequibles al desaliento, los catastrofistas del efecto invernadero nos rememoran a diario sus funestos augurios. Como gallego, me siento en la obligación de tranquilizar a mis paisanos ante el panorama que nos dibujan estos cenizos de la meteorología. No me verán ustedes engrosando las filas de los negacionistas del cambio climático, mas tampoco las de los pesimistas que se resignan a un porvenir desolador para Galicia. Admitiendo el hecho incuestionable de que los polos se están derritiendo y que ello implicará la subida del nivel del mar, podemos convenir en que, por ejemplo, las ciudades de A Coruña y Vigo quedarían bajo el agua. Tal situación, esgrimida como siniestro destino por los más conspicuos científicos del Armagedón, bien pudiera contemplarse con acendrado optimismo. Así, con A Coruña y Vigo completamente sumergidas, es cierto que desaparecerían sus puertos pesqueros, pero ambas urbes podrían convertirse en destinos turísticos para buzos aficionados. A falta de suelo firme, las constructoras construirían palafitos; y venderíamos nuestro excedente de océano a naciones sin costa, y olas a bahías surferas de todo el orbe.
La subida de las aguas convertiría a la provincia de Ourense en un territorio con litoral, en el que surgirían playas de blanca y fina arena, de más empaque (¡dónde va a parar!) que las fluviales. El agua estaría tan caliente que las nécoras se capturarían ya cocidas, con el consiguiente ahorro de energía. Al tener el líquido elemento próximo a la ebullición, desaparecerían las sardinas, aunque pronto nos reuniríamos a celebrar el San Xoán alrededor de una parrilla sobre la que se tendiesen barracudas o peces loro. Con Santiago devenida en ciudad costera, se abriría una nueva ruta por mar del Camino, donde los peregrinos reemplazarían la bicicleta por la pedaleta playera, y aquellos que lo hicieren a lomos de corceles se decantarían ahora por montar caballitos de mar. La desaparición de la muiñeira nos entristecería, pero solo hasta que nos entregáramos a los frenéticos ritmos de nuevas músicas de aire caribeño. Diríamos adiós al cultivo del grelo; no obstante, daría paso al del café, que ya no tendríamos que importar para la elaboración de licor café. Las fábricas de paraguas, ausente la lluvia, se transformarían en fábricas de parasoles. El deshielo haría de Cabeza de Manzaneda un paraíso del esquí acuático.
El avance del desierto sería inexorable, de inmediato requerido como escenario natural por directores de spaguetti western. Eso por no hablar de la exportación de arena para relojes. Se organizarían paseos en camello, que dejarían divisas, y se instalarían paneles de energía solar que sustituirían a nuestros exangües ríos en la producción eléctrica.
Aunque, como pueblo respetuoso con su ser ancestral, es nuestro deber preservar la cultura que nos define. Por ello, y como aquí la lluvia es arte, propugno fundar el Museo de la Lluvia, en una ubicación a decidir, donde en una de sus salas llueva permanentemente, donde en otra de sus salas orballe permanentemente, donde en otra de sus salas caiga un aguacero permanentemente, y así con los más de 70 tipos de lluvia que atesoramos, alguno de los cuales ya está en severo riesgo de extinción.