No soy partidaria de que la Justicia dicte sentencia ni marque jurisprudencia a golpe de reivindicación en las calles. Débil es el sistema que se mueve según de dónde provenga el viento. Lo que es correcto y necesario para mover decisiones políticas no lo es para aquellas que se sustentan en fundamentos jurídicos. Por eso no creo que la decisión del Supremo sobre la Manada deba valorarse en ese sentido. Más bien creo que hacerlo así la devalúa, siendo, como es, la confirmación de que hay un mecanismo de garantías que funciona, porque la nueva sentencia viene a corregir otra mal dictada y un anterior recurso denegatorio. Así lo demuestran las consideraciones que fundamentan la necesidad de una pena mayor para los ya reconocidos violadores grupales, famosos por el nombre de su pandilla de delincuentes. Tan importante es la gravedad atribuida a los hechos como su reconocimiento de que la defensa heroica no es esperable -tampoco- en los crímenes y agresiones con violencia sexual.
Una gran mayoría ciudadana siente que se ha hecho justicia, pero no está de más recordar que la alarma que desataron sentencias como las de Juana Rivas y la Manada provino de la constatación de que en el sistema de valores de parte de la judicatura está instalado en un pensamiento, una ideología, misóginos, que hacen de la denunciante, investigada, y de la víctima, acusada. Construir nuevos paradigmas que sustituyan a los viejos es la fórmula para el cambio, como socráticamente advierte la psicóloga forense Sonia Vaccaro, experta en el falso síndrome de alienación parental y violencia machista: «Es urgente la formación en género y su victimología en la carrera judicial. Basta de pedir leyes y enfocar a las víctimas. Si juezas y jueces no cambian su mentalidad, todo es inútil».