Viento del desierto

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

30 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Sopla el viento del Sáhara sobre Europa, como un aliento sofocante, y se disparan las temperaturas por encima de los 38 grados, la cifra de la fiebre. Galicia se libra, pero en el resto de la Península nos ha caído encima la manta caliente del viento del sur, la asfixiante nube de polvo del desierto que viaja en una columna de seis kilómetros de alto, como un gigante.

Quizás porque no estaba acostumbrado a él, cuando conocí el calor extremo, en el desierto, lo redescubrí como una experiencia casi mística. Por encima de los 40 grados parece como si el tiempo se ralentizase y se hiciese sólido, como si la luz se volviese blanca. La caída de la tensión sanguínea nos hace flotar en el sopor, y nos envuelve una nube de vapor que nubla la vista; los poros se abren y se nota el calor del sol como lo que es realmente: una radiación que pulsa cada centímetro de los dos metros cuadrados de envoltorio que llamamos piel. La deshidratación y la sed nos recuerdan que somos agua y poco más, animales marinos exiliados.

En esta vida hay que intentar reconciliarse con todo lo que uno pueda, y una de esas cosas impopulares con las que hay que aprender a hacer las paces es con el calor intenso y con el frío intenso, puesto que son los dos estados de ánimo a los que tiende el clima de este mundo bipolar -tiene un polo norte y un polo sur-.

Incluso he conseguido hacer las paces con este viento sahariano que todos los años castiga a Madrid; la masa de aire tropical continental, seca como un polvorón y caliente como un incendio, que avanza empujando toneladas de arena fina y polvo, adensando el aire y dificultado la visibilidad en los aeropuertos y las comunicaciones por radio, convirtiéndolo todo con su filtro sepia en una fotografía antigua. Esa arena, miles de millones de minúsculos espejitos de cuarzo que reflejan el sol como papel de plata, viene de Argelia, de Mali, de Mauritania, de la Tombuctú de adobe, sobre todo del norte del Chad. Son granos de polvo rojizos porque los desiertos envejecen y se oxidan, y, aunque enrarezcan el aire y lo hagan difícil de respirar, a la vez calentando y enfriando la atmósfera, pintan atardeceres anaranjados de fin del mundo, hermosos y terribles. La mitad de todo el polvo que flota en el aire, en todo el planeta, procede de esa vasta simplicidad que es el Sáhara. Cada año, el aire arranca de allí, como un arenero ilegal, casi ochocientos millones de toneladas. Las fotografías de los satélites lo muestran como un chorro blanco, una niebla de polvo que viaja sobre el Océano Atlántico para ir a caer en América. El viento del Sáhara llegó allá millones de años antes que Colón o los vikingos. Es, en parte, lo que ayuda a formar las playas del Caribe, lo que con sus minerales y nutrientes hace fértil la Amazonia; es lo que alimenta el plancton del Atlántico. Colabora en la destrucción de los corales y a la vez aminora la fuerza de los huracanes. Es beneficioso para la cosecha de maíz en África y perjudicial para la de arroz. Como tantas cosas en la naturaleza, el viento sahariano no es ni es absolutamente bueno ni absolutamente malo -en eso, la naturaleza es como cualquier otra persona-.

Y, a veces, como estos días, la dirección del viento cambia. Entonces, el aliento del Sáhara cae sobre Europa para recordarnos que el inmenso desierto, con su reserva de soledad, fanatismo, campamentos de desplazados, belleza abstracta y calor infernal, no está lejos.