Alexis Tsipras era un populista de libro. Su idea más brillante consistía en separar los servicios públicos esenciales -sanidad, educación, pensiones e igualdad- de cualquier relación con el mercado, para que su mantenimiento y expansión quedasen garantizados con absoluta independencia de las finanzas del Estado. Su mantra preferido, aplicado a cada uno de los servicios citados, era: «La sanidad es un derecho, no un negocio». Y lo que Tsipras quería decir era que todos estos servicios, «blindados por ley», iban a gestionarse a favor de «la gente» y en contra de la política neocapitalista -lacaya de banqueros y multinacionales- que domina en la UE.
Para que todo colase, el buen Tsipras acudió, como suelen hacer los populistas, a un economista de cabecera llamado Varufakis, vinculado a la universidad y sin experiencias «traumáticas» con la puñetera realidad. Y el resultado fue que Grecia compró, sin dudarlo, la moto de Varufakis. No la preciosa chopper en la que el profesor sigue recorriendo los enclaves monumentales de Grecia, sino una moto teórica impulsada, a modo de cilindros, con cuatro fake postulates: que una deuda que no se paga se convierte en un ingreso; que todo prestamista es un estafador compulsivo, y todo deudor un dechado de virtudes; que cuando un deudor se hace moroso, los únicos cimientos que tiemblan son los del banco; y que Grecia, patria de Pericles y Sócrates, es la clave de Europa, por lo que, si Grecia sale del euro, Alemania y la Unión Europea carecen de futuro.
La conclusión de Varufakis siempre era la misma: tira palante, colega, y no cedas, que al final la pobre Merkel te lo tendrá que resolver. Y así se agravó, hasta el límite, la ruina de Grecia. Claro que Tsipras, que es populista pero no tonto, se deshizo de Varufakis a la primera de cambio, se fue a Alemania a pedir papas, aceptó tres rescates. y, tan pronto como tuvo poder, sacó las tijeras, el hacha y los fouciños, y se puso a cuadrar las cuentas. El problema es que llegó tarde a la fiesta en la que ya se habían adelantado Irlanda, Portugal y España. Y por eso la Grecia de Tsipras acaba de ir a las elecciones -también repetidas- con las pensiones y los sueldos rebajados a la mitad; con los servicios blindados hechos unos zorros; y con el paro y la emigración galopantes. Un desastre populista que alguien tendrá que corregir con pulso firme.
No soy experto en la Grecia de hoy, y no sé cómo les irá a partir de ahora. Pero he traído todo esto a colación para recordar que hace solamente cinco años los populistas de aquí nos vendían a Tsipras y la moto de Varufakis como la piedra filosofal contra la crisis, y la gallardía anticapitalista, incluido el tira palante, como la solución de la crisis, y como el germen de una nueva Europa hecha para la gente. Porque el populismo más dañino se cuela, como la polilla, en las mejores casas, y porque en las universidades -que también aquí sirvieron de altavoces para Varufakis- sigue rigiendo el principio de que o falar non ten cancelas.