La gesta del simpar alpinista y aventurero Aristide Saudelmann cuando escaló el Everest sin oxígeno corre paralela a las que protagonizó atravesando el Valle de la Muerte sin seguro de vida, explorando la Costa de los Mosquitos sin repelente, pateándose la Tierra del Fuego sin traje ignífugo y cruzando un desierto de sal sin su medicamento para la hipertensión. Hollar la cima del orbe prescindiendo de oxígeno solo palidece ante el logro del montañero Klaus Fiederk, el primero en afrontar la subida al Everest aguantando la respiración. Aunque Fiederk únicamente consiguió ascender 23 metros, su ejemplo espoleó a Saudelmann para imponerse retos cada vez más ambiciosos. Fue así que se enfrentó a la escalada del pico Brantupharna, considerado el de mayor dificultad de todo el planeta, pues he aquí sus credenciales: tiene cuatro caras norte, provoca mal de altura ya en su base y su eco no reproduce con exactitud las palabras dichas por el escalador, sino que emplea sinónimos, y sabido es que, aunque muchas veces dos vocablos diferentes comparten un mismo significado, hay ocasiones en las que un leve matiz las singulariza, y ello en la alta montaña puede constituir un serio contratiempo.
A pesar del alto grado de excelencia del alpinista que nos ocupa, no está exento de detractores. Esto se pudo comprobar diáfanamente el día en que coronó el monte Kosciuszko, el más alto de Australia. Uno de sus furibundos enemigos afirmó que, en puridad, en las antípodas las montañas no se suben, sino que se bajan. Socarronamente, plumas amigas defendían que en contrapartida los aludes se precipitan hacia la cúspide y que Saudelmann, al estar boca abajo, sufría de acumulación sanguínea en la testa. Los ataques siguieron arreciando unas semanas más hasta que emergió la figura de Otto Spilabarte, al que se tenía por el montañero más vago del globo terráqueo. Conocedor de los estudios de prestigiosos geólogos, de los que se desprende que el cerro Astaulén crece varios centímetros al año por mor de la acción de las placas tectónicas, se encaramó a sus apenas 286 metros de altitud y se sentó a esperar a que el empuje de la orografía lo elevase hasta nueve o diez mil metros y ocupar de este modo las primeras páginas de los rotativos dando noticia del alpinista que rayó a mayor altura. Un amigo, llevando a cabo unos sencillos cálculos, lo puso al corriente del número de años necesario para alcanzar tal fin y de que, aunque Otto trepaba como un gato, a menos que tuviese siete vidas no vería realizado su propósito. Entonces, sabedor de que el Everest mengua debido a la erosión del viento, la nieve y los glaciares, determinó esperar pacientemente a que la montaña viese reducido su tamaño lo suficiente como para subirse a ella de un brinco. Otras cuentas igual de simples que las anteriores sirvieron para disuadirlo de tal empresa.
Spilabarte y su molicie volvieron a pasar a un segundo plano el día en que Saudelmann anunció su intención de ascender al Tarpa Muhiu, un volcán dormido. Alertado del peligro, declaró que lo escalaría de puntillas, para no despertarlo.