Por la misma época en la que inventó la flauta sin agujeros y una gaita con un fol tan grande que una vez inflado tenías aire suficiente para toda la vida útil del instrumento, el inefable lutier Fermín Surdilfo extrajo de su magín un piano que habría de asombrar al mundo. Para empezar, todas las teclas daban la misma nota, reduciendo notablemente la posibilidad de error en la ejecución. Como epatante novedad, Fermín ideó que el piano fuera regulable en altura, al tiempo que dejó fija la del taburete, y para las ruedas concibió unos neumáticos de lluvia en previsión de conciertos al aire libre con condiciones climatológicas adversas. En cuanto a los pedales, implementó el pedal del acelerador, para interpretar temas rápidos; y el pedal del freno, para aminorar el tempo cuando se trataba de una pieza lenta. Acopló al teclado unos amortiguadores, especialmente indicados para cuando se sentase ante él un intérprete que propendiera al aporreo de las teclas, y cambió la clásica cerradura de la tapa por una de seguridad en los modelos más caros. Aunque quizá lo más fructífero fue su colaboración con el ingeniero japonés Yakuda Sonotoke, de la cual resultó un piano robotizado que articulaba las patas igual que si fuera un cuadrúpedo y que subía escaleras con una facilidad pasmosa, siendo esto muy útil en caso de mudanza del músico. No obstante los raros talentos que lo adornaban, no era Fermín hombre proclive a atribuirse el mérito en exclusiva, y reconocía en público y en privado que el favor de las esquivas musas lo había heredado de su padre, prestigioso lutier autor de la guitarra de doce cuerdas de seis cuerdas y de un tambor de cristal que servía para un solo uso.
En el cénit de su fama, Fermín Surdilfo se dedicó con ahínco al campo teórico aportando, verbigracia, el pentagrama de siete líneas, aunque llegaría a promover el pentagrama de cincuenta y ocho líneas, en el que se podrían escribir notas extremadamente altas que serían inaudibles para el oído humano. De la mano de sus veleidades compositivas, dio a luz la Sinfonía nº 1, denominada La Silente, con notas de alta frecuencia, y que estrenó en un teatro con las butacas ocupadas por todos los perros de la ciudad. La partitura no despertó precisamente el júbilo de la audiencia perruna, ignoramos si por el exiguo sentido musical del género cánido o por la escasa pericia del compositor.
Fue en los estertores de su carrera cuando vivió los momentos más amargos como creador. Su propuesta de trompa de los Alpes, tan larga que permitiría al trompista tocar en cualquier lugar del mundo sin moverse de su casa de Suiza, no fraguó por cuestiones de colapso de los materiales. Tampoco ayudó mucho el violonchelo que salió de su taller; de muy baja calidad, encogía si se mojaba. Cuando recibía a los airados propietarios, Fermín les decía: «¡Pero si ahora usted tiene un precioso violín!». Aunque el episodio más oprobioso narra sus desencuentros con la Policía, que lo acusó de diseñar una pandereta cuyas sonajas mostraban una muy baja sensibilidad, y que supuestamente facilitaría su hurto por parte de ladrones con pulso no demasiado firme.