La escena es simple: la cabeza de un perro asoma por un talud, parece mirar algo situado a la derecha, en posición ligeramente elevada, pero allí no hay nada detrás de un espacio indefinido y ocre. No sabemos a quién mira el perro con ojos asustados, la acción es totalmente intemporal, y desconocemos si conseguirá salvarse. El cuadro, como un relato o un poema, se cuenta a sí mismo. En él, el intermediario o pintor se ha esfumado y toda la información que nos proporciona, nos guste o no, la tenemos ante nuestros ojos: la intuición se pone en marcha, somos libres de interpretar lo que queramos (¿el perro se hunde o sale a flote?), y es en ese misterio, en esa absoluta libertad, donde habita el desasosiego.
Lo que está ocurriendo estos días con el Open Arms, el buque español que rescató en el Mediterráneo a 160 personas que huían de distintos países de África, me ha hecho pensar en este cuadro de Goya, una de las pinturas negras que decoraban la Quinta del Sordo, y que podría ser la metáfora de la lucha del pintor por liberarse de la muerte. Mientras el barco está a la espera de que España o Italia (y también ahora la ONG Open Arms) terminen de pelearse para dejar desembarcar en algún puerto a sus angustiados pasajeros, muchos heridos o enfermos, la historia se cuenta a sí misma. Es verdad que hay cosas en juego, está el efecto llamada, el problema migratorio de fondo que atañe a toda Europa. Pero, si nos fijamos, al fondo del cuadro hay luz. El calor parece murmurar sobre otra vida. A lo lejos, por detrás de toda esa negrura, se atisban prados verdes salpicados de dientes de león. El que el perro se hunda o salga de su hundimiento solo depende de cómo queramos interpretarlo. Porque como ha dicho Javier Cercas, todo esto no es más que «un puro problema de decencia mínima, por debajo de eso ya está el infierno».