La postura del gafe

Carlos López
Carlos López HAY GENTE PA TÓ

OPINIÓN

28 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Para ilustrar la primera acepción de la palabra gafe, los diccionarios se sirven de la fotografía de Aurelio Bracamillas. Como el guepardo persigue a la gacela, el infortunio corre en pos de Aurelio. Con afán de poner coto a dicha disfunción, y tras someterse a una gavilla de terapias que resultaría prolijo referir, abrazó el yoga. Nada más abrirle la puerta de su escuela, el maestro yogui le dijo que debería aprender a respirar, pues lo hacía con demasiada fuerza y de modo entrecortado. Aurelio pensó que su problema pudiera haber tenido solución si el maestro no hubiese habilitado la escuela en un octavo piso sin ascensor, pero estimó conveniente callar.

Aurelio, el gafe, comenzó a practicar las diferentes posturas del yoga. El maestro lo conminó a adoptar la postura del árbol. Aurelio hizo muy bien la postura del árbol, y se envanecía. Pero en esto, un perro se le acercó y levantó una de sus patas traseras con aviesa intención, que llevó a su término. Y un enjambre de abejas se estableció en su copa (cabeza), en la que los insectos melíferos construyeron una colmena no sin antes aguijonearlo a conciencia. A los efluvios de la miel acudió un oso pardo, quien después de dar buena cuenta de la vianda tuvo a bien afilar las uñas contra el tronco (costillar) de nuestro iniciado. Aurelio creyó oportuno abandonar su condición forestal y adoptó la postura del perro boca arriba, y luego la del perro boca abajo. Aurelio ejecutó a las mil maravillas las posturas del perro, y se vanagloriaba. Y entonces decenas de pulgas saltaron sobre él, obligándolo a adoptar la postura del perro rascándose. Procedió a la postura de la montaña, e ipso facto se le encaramó a la chepa un alpinista que lo martirizó a golpes de piolet. Pasó a la postura del barco, avistándose en el horizonte una nao pirata atestada de filibusteros que lo abordaron y desvalijaron. En plena postura del pavo real, Aurelio dio en levitar; y un cazador, viendo al ave en el aire, cargó su escopeta y le incrustó cien gramos de posta lobera en el nalgatorio.

El maestro yogui resolvió dejar de lado las asanas y dispuso emplear la técnica de la cama de clavos. Aurelio se entregó con delectación al punzante artefacto, e incluso lo extendió a otros órdenes de su vida. Así, hacía senderismo descalzo sobre el monte alfombrado de tojos, del pescado solo se comía las espinas, frecuentaba bares de pinchos y procuraba la compañía de un conocido que siempre lo estaba pinchando por su adscripción balompédica. Todo iba miel sobre hojuelas hasta que, tras tumbarse repetidas veces en el pajar, no conseguía clavarse la aguja. A hundirle el ánimo contribuyó su saludo al sol, que el astro rey no le devolvía.

Aurelio, el gafe, hizo acopio de la fuerza de voluntad que le quedaba, y tras ímprobos esfuerzos e intensos ejercicios de meditación consiguió abrir en el entrecejo su tercer ojo. De inmediato se le metió un mosquito en él, y al día siguiente le nació un orzuelo. Con su tercer ojo, Aurelio aspiraba a ver el futuro; pero como le salió un poco miope, no lograba ver más allá de los siguientes dos o tres minutos.