Cuando el maestro relojero Jeremías Albaleque envió a la NASA la propuesta de un reloj de arena para ser utilizado por los cosmonautas, soslayando el hecho de la ausencia de gravedad en el espacio exterior, se hizo más patente si cabe su absoluta pérdida del norte, que se había iniciado el año en que presentó durante la Exposición Universal un reloj de sol fabricado en hielo, un reloj de agua hecho con azucarillos y un reloj de pared que llevaba la pared incorporada. Sus allegados ya barruntaban la posibilidad de que la sesera de Jeremías estuviese a pájaros oyéndole disertar sobre su proyecto de un reloj de cuco que prescindiría de dicha ave y sería reemplazada por un pájaro carpintero, el cual, dado su oficio, se encargaría de construir la caja de madera que alberga el mecanismo, con lo que los costes totales del artefacto experimentarían una considerable reducción.
Tirando del hilo de su abolengo, nos topamos con Casildo Ferrer-González, egregio antepasado, rutilante inventor del reloj de bolsillo. La criatura mecánica dejó indiferentes a los conciudadanos de Casildo, sumiendo al ingeniero en una profunda depresión. No fue hasta siete años después que, con la invención del bolsillo por parte de cierto sastre, cobró pleno sentido la creación de Ferrer-González, tributándosele por doquier sentidos homenajes destinados a ensalzar la figura inconmesurable de un hombre adelantado a su época. Meses más tarde añadió al reloj la leontina, una cadena generalmente de oro o plata, e ideó una para caballeros despistados, de varias millas de longitud, para que quienes hubiesen salido de casa olvidándose el reloj pudiesen tirar de la antedicha cadena y recuperarlo sin necesidad de regresar al domicilio a buscarlo. El fulgente talento de este mensurador del tiempo queda refrendado con la génesis de un artilugio que en un principio nos podría parecer banal: un reloj parado. Conocedor del dicho que reza que un reloj parado da la hora correcta dos veces al día, Casildo Ferrer-González inventó un reloj parado que da la hora correcta siete veces al día. Ante tal coloso, no cabe sino rendir nuestra más honda admiración.
Teniendo en cuenta los antecedentes genéticos de Jeremías (sin ir más lejos, su abuelo materno, perito en horas, entregó a la humanidad un reloj de sol que funciona de noche), no son pocos los que se extrañan de tan errabunda trayectoria. Sin embargo, es de ley ponderar aquí sus lúcidas aportaciones al progreso y bienestar de sus congéneres. Con tal fin, y atendiendo al deterioro del medio ambiente, levantó relojes de viento (muchos de los cuales se llevó el viento). Aunque lo que marcaría un hito en el devenir del ser humano sería la llegada a buen puerto de las investigaciones que lo mantienen atareado en la actualidad, originadas a raíz de la lectura de una leyenda grabada en la esfera del reloj de pie de su salón: Todas hieren, la última mata. Crucemos los dedos para que Jeremías Albaleque, otrora insigne relojero, vuelva por sus fueros y consiga eliminar de todos los relojes de todos los hombres y mujeres del mundo la hora última, la hora que mata.