Tengo que reconocer que mi cromosoma femenino, esa X que conservamos todos los hombres, me hace sentir a veces una irresistible atracción por los de mi mismo sexo. Bueno, solo me pasa con los hombres morenos de origen árabe e idioma salivar y jotoso que lucen un coqueto turbante en la cabeza, de los que tantos especímenes está dando Irán al mundo. Y es que es ver a un iraní y me pongo como una moto. Cuando me mira se me doblan las rodillas. Si una mano, un dedo apenas me rozara..., y, ay, un beso, Gustavo Adolfo, yo no sé qué le diera por un beso. Y cuando compruebo su indiferencia, su desdén por las mujeres, mi admiración por tanta virilidad se dispara.
Y, por eso, para salvarme de mi perdición quiero pedir desde aquí a las autoridades de aquel país musulmán que obliguen a esos picarones a taparse, que los fuercen a cubrirse con largas sábanas negras, que no me miren, que no me toquen. Y si desobedecen, que reciban unos azotes por incitar al pecado, que de todos es sabido que la culpa no la tiene el pecador sino el objeto de su deseo... ¡Y hay cada bigote! Si es posible, que no salgan de casa. Yo me limitaré entonces al cromosoma Y, como si fuera un director de cine o un cantante de ópera -que en vez de cromosomas parecen tener semicorcheas- y seguiré admirando a las mujeres. Pero, cuando me muera, voy a exigir mi recompensa por tanta renuncia y tanto sacrificio y voy a reclamar mis setenta huríes. Eso sí, que todos sean hombres de anchas cejas negras. Iraníes, por supuesto.