Cuando Pedro Sánchez comenzó su discurso sobre el Consejo Europeo de junio, una tertuliana se sinceró en la radio: «No me interesa absolutamente nada». Creo que a Pedro Sánchez tampoco lo interesaba mucho lo que iba a decir, salvo en la parte preparada para que sonase a su propia promoción; es decir, a campaña electoral. Y creo que el resto de los ciudadanos, si le prestamos alguna atención, fue para ver cómo se las gastaba con Pablo Iglesias, después del silencio, la desconfianza y la ostentosa distancia de varios meses. Y así, el debate fue un buen retrato del clima político del país: se iba a hablar de Europa y todo desembocó en una gresca donde Sánchez fue acusado de chantaje y el peor insultado resultó Albert Rivera, que tuvo que escuchar cómo Sánchez le llamaba «hipócrita». Era la venganza fría por la última y fracasada investidura, cuando Rivera habló de «la banda de Sánchez».
Así está el ambiente político del país: se convoca un Pleno para hablar de un Consejo Europeo y lo que todos esperábamos conocer era cómo andaba la relación de los dirigentes; sobre todo, la de Iglesias y Sánchez. Todos buscábamos una mínima luz para saber si vamos camino de las urnas. Y no la hubo. El de Podemos pidió un encuentro para hablar, un vis a vis, y el presidente en funciones le respondió con un estruendoso no: «Si tiene algo que añadir más allá de la coalición, convoque la mesa negociadora». Es decir: ríndase a mis condiciones y ríndase por el cauce reglamentario. El de Podemos recordó las concesiones que había hecho en julio y el presidente le reprochó que había rechazado cinco propuestas de acuerdo.
Un magnífico diálogo de sordos donde la razón se repartió a partes iguales. La tuvo Pablo al recordar que la condición socialista fue que él («el único obstáculo») se apartase y apartarse no sirvió de nada. La tuvo Sánchez al recordar a su vez que los ministerios ofrecidos les parecieron a los de Podemos «la caseta del perro». ¿Y qué me dicen del lenguaje no verbal, de los gestos, de las caras de ambos que mostraba la televisión? Fueron más elocuentes que las palabras. No dejaron percibir un átomo de simpatía. No queda ni el recuerdo de sus alianzas anteriores. La foto de la firma de su último pacto en la Moncloa parecía una foto de otra época y con otros protagonistas. Las sonrisas de aquel día se transformaron en gesticulaciones de desmentidos y menosprecio.
Y después, el desfile ante los micrófonos: resulta que nadie quiere elecciones. Los socialistas, menos que nadie. ¿Esto qué es? Una gran representación. Sigue siendo una gran representación. Es decir, una farsa. No me extraña que la gente esté cabreada. Y, salvo que se produzca un milagro, lo estará mucho más.