De nuevo un crimen machista, de pareja; sí, de pareja, aunque haya tres víctimas. Ciertamente, no hay dos crímenes iguales ni dos criminales equivalentes. Pero los asesinatos machistas son tantos que iluminan ciertas claves compartidas, denominadores comunes. No conocemos los entresijos singulares que configuraron la voluntad homicida de Abet; cada asesino alberga su propia fantasía violenta, su particular mochila de agravios, de intenciones y metas a cuyo servicio poner la violencia. Y, como no, cada uno de ellos sigue su iter personal e intransferible, en el proceso constructivo de sus macabras decisiones. Terrible, sí, como en este caso. Pero no excepcional. Y con sus «lógicas» particulares.
Una vez más la víctima es aquella que el asesino amó. Aquella de la cual se enamoró, aquella con la que se renovaron tantos mitos tóxicos del amor romántico; la que convirtió en «su» mujer, en la más valiosa de sus posesiones; aquella que, como madre, le permitió extender su identidad, generar una vez más la «ilusión» de pervivencia, la fantasía de vencer al tiempo a través de sus hijos. Momentos en que la caldera emocional del bienestar, de eso que se suele llamar felicidad, se nutría de dopamina y oxitocina a chorro: un cerebro entretenido en el adictivo juego de sentirse recompensado.
Se sabe que muchos amores cambian, mutan, se adaptan. La pasión puede prestar algún espacio a la intimidad, al compromiso, a la tierna camaradería, a los proyectos comunes. Otros, no. No cambian; se apagan, se destruyen. Y ante el divorcio, el rechazo, el abandono, la sustitución, o cualquier otra fórmula en que se exprese el desamor, la física de las emociones es implacable. Otras llenarán el vacío. Llaman a la puerta los celos, a menudo simplemente delirantes, se derrumba la base de la pirámide patriarcal (propiedad, poder, dominio), asoma por todas partes la herida narcisista, por qué a mí, quién mejor que yo, quien me suplantará… Entretanto, la bioquímica del amor va cediendo ante la del odio: cortisol por el estrés sostenido, noradrenalina para la hiperactivación neurótica. El caldo de cultivo neuroendocrino más apropiado para la rumiación, la lenta e interminable digestión del resentimiento. Y el córtex prefrontal, desbordado, incapaz para su policíaca labor de contener los impulsos más primarios y bestiales.
La fantasía identitaria /extensiva de algunos varones, mujer e hijos metabolizados como elementos constitutivos de su «self», la propia esencia de su idea sobre «sí mismo», él y sus prolongaciones, ya no es funcional, ya no está en vigor. Amenaza ruina. Por eso la destruyen: la matan a ella, a veces a sus cercanos, otras veces, no pocas, a los mismos hijos; y para cerrar el círculo diabólico de la identidad destruida, con frecuencia, se suicidan. O se entregan mansamente, tras la «misión» cumplida. Y, cuando nos lo cuentan, usan estos materiales narrativos: traición, pérdida, abandono, injusticia, venganza. No sabemos si el caso de Abet fue así. Pero pudo ser así. Suele ser así. Desgraciadamente.