A principios de los setenta, cuando Billy el Niño se paseaba como un cowboy por la Ciudad Universitaria de Madrid, era muy frecuente activar alarmas boca a boca para que los activistas que podían sentirse afectados por las declaraciones de un compañero eficazmente interrogado ahuecasen el ala y se fuesen a tomar café con sus conmilitones que estudiaban, por ejemplo, en Salamanca. La alarma -«fulanito cantó La Traviata»- estaba muy normalizada, y todos los que se sabían afectados por ella dejaban Madrid por unos días, para hacer la revolución en otra parte.
Las cosas han cambiado mucho, y, mientras los perseguidos de entonces presumimos de nuestros servicios a la democracia, Billy el Niño anda por ahí viejo, con la cabeza gacha, cruzando de acera a cada paso, y tratando de huir de su negro currículo. Pero lo que acaba de hacer Albert Rivera -nada que ver con el inicio de esta historia- me trajo a la memoria aquel «cantó La Traviata», por el que deberían sentirse afectados muchos dirigentes y votantes de Ciudadanos. Lo que nos acaba de descubrir este hombre de Estado venido a menos es que ese culpable del bloqueo que todos andamos buscando fue él, porque se cerró en banda a un acuerdo de libro -una mayoría absoluta y estable de PSOE y Cs- sin tener ningún motivo capital para tanta obcecación.
Desde mediados de agosto no se ha registrado ningún cambio político esencial que permita explicar por qué el acuerdo que entonces era absolutamente imposible es hoy una propuesta de cooperación nacida del propio Rivera. Ningún hecho justifica que aquel líder engreído, que no se le ponía al teléfono al presidente, exhiba ahora una idea fuerza que intenta presentar como un rasgo patriótico lo que solo es una desesperada corrección de errores. De ahí se deriva que la propuesta de Rivera -mediada por un decálogo que, en vez de ser un incentivo a la conciliación, funciona como un memorial de agravios de «la banda»- se parezca muy poco a un cambio de posición previo a un diálogo efectivo. Y por eso tenemos derecho a establecer -y establecemos- que Rivera, al haber eliminado el obstáculo que hizo imposible lo que era necesario, está reconociendo que obstruyó las soluciones que el país necesitaba, y que por eso se declara el principal responsable -¡ya era hora de echarle un cable a Sánchez!- de este esperpento en el que estamos embarcados.
Pero no se emocionen. Porque el dolor de Rivera no es de contrición, con propósito de la enmienda, sino de atrición, forzado por tres motivos: el canguelo que le producen los pronósticos electorales que ahora le van a negar la oportunidad que antes desperdició; el evidente peligro de aferrarse a una estrategia de bloqueo que iba a convertir el mensaje de Cs en pura trapallada; y la tozuda voluntad de liderar la salvación de España -que en esas andamos- sin convertirse en un quijote de segunda mano al que los gigantes encantadores y malandrines le arrebatan la realidad. Aunque también es posible que algo, una brizna, se haya movido.