Las imágenes lo dicen. Dicen que Valeria Quer, desesperada, corre hacia su madre para que no hable más, corre para que no cuente más, para que no vuelva a salir en los medios a airear sus trapos sucios, para que no haga más corrillos delante de los micrófonos. Valeria no quiere focos y menos para volver a sacar a la luz los malos rollos de sus padres. Da igual si los tenían antes, da igual si no se soportan ahora, da igual si hay denuncia, porque ni siquiera en esas circunstancias terribles, Valeria Quer quiere atención, no ese pegajoso interés que desangra una herida que no tiene cura. La tragedia de su hermana Diana no ha sido golpe suficiente como para poner calma a unas aguas que, de lejos, siempre se han visto turbias, en un fango que envuelve los peores sentimientos, que arrastran odio y que ni el dolor más profundo han conseguido amainar.
El infortunio de los Quer provoca en estas circunstancias una desazón infinita: saber que la desesperación por el asesinato de una hija es un monstruo que deshace el corazón y azota con fuerza de por vida. No hay sosiego ni paz. Ni hay compasión hacia los ojos de Valeria. Diana tuvo mala suerte. Valeria tiene la mala suerte de que ni siquiera la muerte de su hermana ha podido erradicar el odio de sus padres ni ha conseguido la armonía de un amor entregado a su hija viva. Pobre Valeria Quer.
