Muchos en la comarca de Barbanza lo recordarán. Allá por los años 70, cuando no había vía rápida y todavía se oía el chirriar de las carretas de bueyes, corría de Taragoña a Rianxo, de Rianxo a Pobra, y vuelta a empezar. Con las greñas de Jesucristo al viento, en taparrabos y en silencio. Cuarenta kilómetros al día, ya nevara o granizara, tronara o lloviera a cántaros, abrasara el sol o se acercara un huracán. Le llamaban o Camión de Taragoña, y la gente salía a las puertas. «Abur, camionciño, que che vaia ben», le decían. ¿Por qué corría? ¿A dónde iba? Nadie tenía la menor idea, pero era bonito verle pasar.
Estos días, tras el anuncio de unas nuevas elecciones, me acordé de él. Por delante de nuestras puertas vuelven a pasar los de siempre. Fingen llenar su existencia (y de paso la nuestra) con trabajo, lugares a los que acudir y metas que alcanzar, pero nadie entiende bien por qué siguen ahí. Entran y salen, cambian de chaqueta. Ventilan sus días haciendo que hacen, viviendo de nuestros impuestos, estamos hartos de verlos.
Hartos no, hastiados. Porque, al contrario que el camión de Taragoña, que al menos era un espíritu libre que no molestaba a nadie, y que probablemente solo pretendía huir del mundo, nuestros políticos no van desnudos, ni llevan las greñas al viento, ni corren ligeros. Van repeinados con gomina y arrastran un enorme fardo repleto de ambiciones, viejas rencillas, insultos personales, promesas incumplidas, oportunismos y conflictos con los otros y con los propios. «Abur, camionciño, que che vaia ben», quisiéramos decir al verlos pasar. Pero no. Nos pillan ya desinflados.