Lo que pasó el domingo por la noche es mejor no verlo con ojos de madre, sino con la misma emoción y el desconcierto con el que lo vivieron los chavales. El apagón del Fortnite, con ese agujero negro aspirando todo un universo de ficción, fue un gran golpe de realidad. Casi un millón de tuits en tan solo una hora encendían el sentir de medio planeta, que se movilizaba, inquieto, por un mundo que aún hoy nos sigue pareciendo infantil. Nada más lejos. Esa nueva realidad no es paralela, está inmersa en todas las casas y nos lleva de cabeza al futuro que es ya presente. Solo hay que ver el interés con el que hemos devorado la operación de márketing de Epic Games. El Fortnite, que tantos quebraderos ha dado a las familias, ha constatado que no es un videojuego más, sino el símbolo de los nuevos tiempos, por mucho que nos neguemos en esta ceguera. Ahí dentro están nuestros hijos, apasionados, entregados y conectados con sus amigos descubriendo otras formas de comunicación. Porque ahí dentro, por ejemplo, disfrutaron de un concierto en directo de Marshmello, otra de las personalidades de esa cosmovisión de la nueva generación, esa misma que habla en youtuber. El Fortnite, no lo niego, es un demonio a ratos, pero no es solo un demonio. Eso sería simplificar mucho lo que vivimos el domingo por la noche. Fue como La guerra de los mundos de Orson Welles y este mundo de hoy está en juego.