Dos veces absuelto, pero condenado hasta el infinito y más allá en ciertas alcantarillas de las redes sociales. Woody Allen lo ha vuelto a hacer. Una película de hora y media deliciosa. Un divertimento mínimo que quedará y que te hace salir feliz del cine, que es mucho. Es leve, pero en su levedad está la perfección de esta nueva lección sobre los dos únicos temas que existen, el sexo y la muerte, y de fondo el decorado que mejor conoce: Nueva York. Enlaza frases geniales sin despeinarse. El mejor humor, el que va cargado de la ironía de la inteligencia. Así es que Rafael Azcona siempre reclamó el premio Nobel de literatura para el cineasta. Desde luego que lo merece, tanto como Bob Dylan y mucho más que Peter Handke que todavía no ha sido ni juzgado por apoyar a un genocida como el serbio Milosevic. Día de lluvia en Nueva York está salpicada de actuaciones prodigiosas, de Selena Gómez a Jude Law. Exquisita fotografía de Vittorio Storaro, no podía ser de otra manera. La fotografía de Storaro es siempre exquisita, como el tenis de Roger Federer. Redundante adjetivación. La música es terciopelo. Esa canción al piano en el pisazo de los papás de Selena. Allen no hace cine. Lo respira. Lo suyo es metabólico. Fisiológico. Le sale y ya está. Ojalá siga así de vivo y haciendo una película por año. La de esta cosecha es pieza maestra. Tan sencilla que te desarma. Ese chaval pijo que quiere ser complicado y que tarda en entender que la vida es un beso bajo la lluvia, sin más. Todo lo que toca el cineasta lo convierte en delicia. En este filme hace dulce lo amargo. Sus personajes tropiezan, pero se nota que su autor los quiere, los mima, los exprime con cariño creador. Son sus hijos. El guion parece tecleado por Puck, el geniecillo travieso de Shakespeare. Sábado y domingo en la gran manzana en vez de Sueño de una noche de verano. Soberbio el giro con la confesión de la madre. Es ¿solo? una comedia romántica, pero le da tiempo de poner a parir el mundo del cine, la fama y los cadáveres en los armarios de las apacibles familias forradas en dinero. Europa le ha dado una lección a Estados Unidos estrenando la película. Jamás se debe mezclar arte y criminal, sobre todo cuando lo de criminal no está probado. La historia de la literatura, por ejemplo, está llena de tipos impresentables que escribieron libros poderosos. Volvamos al filme. A este encantador hojaldre de celuloide de un finde en Nueva York que se deja ver como una delicatesen. No es Delitos y faltas. Pero es un placer. Dura un abrir y un cerrar de ojos. Sales del cine en mariposa, aleteando, sintiendo esas cosquillas del estómago tan hermosas por las que siempre merece la pena vivir otro poco más.