A casi nadie en Estados Unidos se le ocurre poner en entredicho la donación de su fortuna que los Gates, Bill y Melinda han decidido hacer en vida para promocionar investigaciones médicas, mejorar los medios de varias universidades o contribuir al fin de la guerra en el mundo. Solo la facción más ultraderechista del trumpismo ataca a George Soros y su Open Society, que engrasa con decenas de miles de millones de euros toda clase de oenegés y partidos en medio mundo para defender un criterio de globalidad y cooperación entre iguales. El mundo entero aplaudió la voluntad de las principales fortunas francesas de financiar la reconstrucción de Notre Dame a cambio de algunos beneficios fiscales.
La sucesión de ejemplos sería infinita en todo el mundo. En España, tenemos a uno de los más ricos del planeta que desde hace años dona parte de los ingresos que obtiene con la empresa que él mismo puso en marcha desde cero -y sin subvenciones- para mejorar la calidad de vida de miles de españoles: máquinas médicas de última generación, centros de atención a mayores, guarderías... Inversiones no caprichosas, sino a demanda de los poderes públicos que no pueden pagarlo todo en todo momento. Y eso no le gusta a algunos. Por ejemplo, a Pablo Iglesias, al que, siempre que puede, se le escapa un tono reprobatorio. Primero fue la casta, luego el Ibex, más tarde los ricos y, desde hace meses, es Amancio Ortega, probablemente el mayor contribuyente individual a las arcas públicas. ¿Por qué? Una contradicción más de quien no duda en defender a Maduro o que recurre a los plebiscitos internos para blindarse por la casa de Galapagar.