Una de las mejores novelas que se puede escribir en estos momentos es la basada en la declaración de los miembros de los autodenominados Comités de Defensa de la República detenidos y cuyos testimonios figuran en el sumario de la llamada operación Judas. Fue todo tan burdo y al mismo tiempo tan alarmante que es difícil saber dónde empieza la imaginación y dónde la realidad de la trama. Repitamos el tópico: la realidad supera a la imaginación más desbocada. Hecho probado y reconocido por ellos: esos tipos fabricaban explosivos y no eran para decoración de sus casas, sino para atentar, aunque todavía no tuvieran decididos los objetivos. Asusta pensar qué habría pasado en esta nueva fase del procés y en las noches de fuego y adoquines de Barcelona si esos elementos no hubieran sido investigados pacientemente y detenidos por la Guardia Civil. Lo único que le faltaba a la insumisión era la explosión de alguna bomba y unas cuantas víctimas mortales.
Políticamente hay algo que no reviste menor gravedad: el papel que tenían encomendado Quim Torra («Gandalf») y Carles Puigdemont («Lira»). Torra iba a encerrarse con el comando en el Parlament y desde allí, donde no podría ser detenido, proclamaría la independencia el día D, el día de la publicación de la sentencia. De Puigdemont solo se sabe que su hermana era el contacto con el comando y que buscaba la máxima seguridad en las comunicaciones. Es todo tan increíble que no me atrevo a asegurar que haya sido verdad. Y al mismo tiempo se hace creíble si recordamos cómo Torra y compañía condenaron la detención y la inscribieron en el amplio capítulo de la represión generalizada del Estado. Incluso se llegó a decir que era un montaje policial. Está claro el motivo: eran los suyos. Defenderlos y proclamarlos inocentes era proclamar su propia inocencia.
¿Y ahora qué? Pues ahora parece elemental que se llame a Torra a prestar declaración. A un ciudadano normal se le habría llamado ya. Y, si los testimonios de los detenidos son pruebas suficientes para el juez, no quedará más remedio que detenerlo a él. Esas son las reglas del juego. Se puede y quizá se deba esperar a que pasen las elecciones por prudencia política; pero un gobernante que se relaciona con terroristas, que participa de sus planes directa o indirectamente, no puede seguir en su puesto. Los propios catalanes deberían exigir que, de momento, presente la dimisión, aunque sea cautelar. ¿Cuántas dimisiones se han exigido por razones mucho más baladíes?
De paso, le hago una sugerencia a Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno español en funciones: que desarrolle una tesis que ayer soltó como de pasada en un artículo en El País: «Líderes relevantes (de Cataluña) han normalizado la violencia como recurso político». Necesitamos una ampliación.